martes, 17 de enero de 2017

Hambre a la madrugada

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El padre de N. a veces se despertaba con hambre a la madrugada y la hacía levantarse a la mujer y cocinarle empanadas. No importaba que ella estuviera cansada: de trabajar limpiando en un instituto de natación, de ocuparse todo el día de los dos hijos (varones y salvajes) y de llevar una casa de familia en medio del monte en la isla, con todo lo que eso significaba. Él tenía hambre y ahí se levantaba ella a cortar la carne que había quedado en la heladera, cocinarla y amasar las tapas. Porque eso de comprar pan, tapas para empanadas y fideos hechos era cosa de mujeres que no servían para la casa.

Quizás por eso el padre de N. nunca me terminó de tragar. Ahora a la distancia veo que capaz que se dio cuenta de que yo no iba a ser ese tipo de mujer. A pesar de que cedí en una, dos, demasiadas cosas, hubo algunas en las que no di el brazo a torcer jamás. No iba a estar sin libros, por ejemplo. Por más que en la casa se repitiera que no había lugar “para usarla de biblioteca” o que varios ejemplares desaparecieran misteriosamente, yo no iba a estar sin leer. Así de simple. Sí, me quitaron, a la larga, la música. Equipos que se rompían, discos que desaparecían, familiares molestos con el ruido, falta de tiempo. También me sacaron el dibujo. Pinceles perdidos o rotos, la idea de que dibujo muy mal y es algo totalmente inútil, más falta de tiempo. No debería haber cedido en tanto, pero en otras cosas nunca me rendí y creo que el padre de N. se dio cuenta de que yo era así desde el primer momento en que me vio, incluso mucho tiempo antes de que lo hiciera yo misma. Estoy segura de que vio ese núcleo de dureza en mí, que el hijo inútilmente trató de destruir. Por eso cuando decidí separarme de N. las palabras de su padre fueron “Viste, no se puede”.

El viejo… con su disfraz de hombre duro de la isla (aunque casi todo el trabajo pesado lo hacía la mujer), con ese raro carisma que hacía que todos sus hijos lo adoren a pesar de una infancia de maltrato y las miradas inequívocas que a veces me lanzaba mientras yo estaba amamantando (N. nunca lo percibió, sólo se daba cuenta de lo que quería, y yo también, parece, ya que jamás le comenté nada). El viejo sabía que yo podía ceder en muchas cosas pero que jamás iba a dejar otras, como la lectura y el puré instantáneo cuando estaba muy apurada.

Y por más que N. trató de convertirme en un clon de la mujer de su padre, llegó el día en que averigüé lo que tramaba. Y escapé.


Texto: Gabriela Piedrabuena
Imagen: Saray Pavón

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