Sentada, esperaba. Dejaba caer los minutos por su piel, húmeda de expectación. Rodaba el tiempo en círculos plegados sobre sí mismos. Cíclicos. Periplos esculpidos en la eternidad de un bucle que, efímero para unos, se multiplica para otros. La repetición en serie de una soledad alienada. Aislada. En algún lugar de aquella noche fría, helada como la navaja de la pálida dama de la muerte, sonaba una armónica. Muy lejos. Una armónica… desafiando el silencio. Mientras, ella esperaba. Oscuridad casi absoluta. Ni siquiera la luna se atrevía a sonreírle más allá del velo negro de Nyx, la descendiente del Caos. Bajo el manto de aquella diosa griega, podía ser lo que quisiera. Podía transformarse en el súcubo más atractivo y persuasivo, el mejor corderito con la piel de lobo, la más delicada flor que pudiera tallar la primavera, la brisa fresca que reconforta en un día de verano, el veneno que te trae los sueños más dulces. Nunca había esperado de esa forma. Volvió a asomarse por la ventana y a buscar con la mirada. La armónica había desaparecido. Silencio. El sol yacía muerto al otro lado del mundo, donde ahora mismo corría el tiempo de los despiertos. El tiempo de los vivos.Rosie esperaba. Los minutos acariciaban la ansiedad y se adherían al sudor de su frente, al sudor de su sien. Deseaba con toda su alma verlo aparecer en el horizonte de alquitrán. Adivinar su figura recortada en la lóbrega y sombría farola que se divisaba al final de la calle que, como en “El imperio de las luces de Magritte”, extendía su falda marchita sobre la acera. Ansiaba llenarlo con su mirada, escudriñarlo con sus ojos, interrogarle con cada resquicio de sus pupilas. Chillarle un vistazo. Anhelaba acariciarle con un golpe de vista. Contemplarlo de forma lasciva, lujuriosa y ardiente. Suspiraba por tenerlo frente a ella y ejecutar una visión que despejara toda aquella noche. Toda aquella oscuridad. Ambicionaba la luz. Quería repudiar la penumbra.
Aquel rumor... aquel rumor la tenía aterrorizada. Le taladraba la mente una y otra vez. Persistente. Como el martillo percutor literario de un escritor reiterativo. La anadiplosis de la concatenación epifora. O la daga afilada de un soldado barroco que penetra, deslizándose, a través de las costillas indefensas, encontrando la muerte dormida en su interior. Ataque certero. Sangre coagulada. La mente libera el veneno que intoxica la razón. La nubla. La aclara. Locura imperecedera y permanente. No podía pensar en otra cosa. “Hay alguien en mi mente, pero no soy yo”. Nunca lo había visto tan claro. Tan definido. Tan nítido como entonces. Tan jodidamente transparente como en aquel negro fundido y opaco. Y de pronto aparecieron los dos faros. Su coche se acercaba. A Rosie le dio un vuelco el estómago. No pudo decir lo mismo de su alma, tan ausente como el sol, tan escondida como la cara oculta de la luna. Sintió un hormigueo en sus manos y aquel humo asfixiante dentro de su corazón que no la dejaba respirar. Codiciaba la luz, pero halló las tinieblas.
Salió al jardín en el momento en que el vehículo aparcaba junto a su puerta. Allí estaba su hombre. A la sombra de la oscuridad, parecía que llevaba puesto el traje de chaqueta de la muerte y su figura se confundía con la de un cadáver en el cadalso. Y entonces él la vio. La miró a los ojos y quedó paralizado. Ella le devolvió la mirada, gélida como aquella noche oscura, y supurándole el corazón, levantó la escopeta y le hizo una endoscopia de plomo. Rosie lo tenía todo planeado.
Me lo había contado todo como una autómata. Como un androide que tiene programado un guion previamente escrito, diseñado para actuar según las circunstancias y la situación. Me lo había contado con su mirada gélida, sin ningún atisbo de emoción. Sin ningún sentimiento. Lo más cálido que rezumó de sus labios fue el humo del cigarro que estaba fumando. Tampoco encontré un mínimo ápice de arrepentimiento en su tono, en sus palabras, en su declaración, como si de una rueda de prensa proyectada y dispuesta se tratara. Parecía que ella no había hecho nada, simplemente se encontraba allí, siendo testigo de lo ocurrido. Pensé que, tal vez, fue así. Que en ningún momento sabía lo que estaba haciendo. Que en realidad lo hizo otra mujer. Una del pasado. O de un presente prostituido, que no le pertenecía y de la que no era dueña. Por el contrario, sí supe que, a pesar del tono, de cómo me lo había contado, de la helada declaración que había desparramado por toda la habitación de forma automática y ausente, Rosie lo tenía todo planeado. Precisamente por eso, cuando todo acabo, todo dejó de estar planeado, y el resto se convirtió en una improvisación. ¿O quizás no había ocurrido nada y se lo había inventado?
Minutos antes reverberábamos a chorros de pasión por la habitación. Oleadas cárnicas de un vaivén de espasmos melódicos y rítmicos, se concentraban en el punto exacto en que convergían las líneas erógenas de nuestras vidas. Se habían encontrado nuestros mundos y estallaban en aquella pensión de carretera de mala muerte, pero paraíso mitológico de la Venus más interestelar. Convexo y cóncavo, el destino flexionaba nuestros deseos más ocultos. No había miedo. Ni terror. Solo transacción y contrabando de sexo, altruista, recíproco y retroalimentado. Ni luces de colores, ni psicosis de taxidermista con complejo de Edipo. Minutos antes nos quemábamos con la lava interna de nuestros infiernos en el séptimo cielo. No existía nada más. No había pasado ni futuro, solo presente intenso y placentero. Pero ya no era antes sino luego. Ella se había levantado, aún desnuda y húmeda. Sudando hedonismo. Y quise pensar que también satisfacción. Se había sentado en la silla, encendido un cigarrillo, colgado su mirada en la pared ocre frente a ella y descorrido la celosía invisible e imaginada de un confesionario. Luego vomitó sus pecados como yo las tablas de multiplicar ante la amenaza de perder la merienda. Y la infancia.
Se levantó y buscó su reflejo en el único espejo de la habitación. Yo estaba asediándome a preguntas y sucumbiendo a un mar de angustia. Me sentí incómodo y asfixiado. Inquieto y violento. Miré su espalda, cubierta parcialmente por su pelo rojizo, los hombros casi perfectos y los brazos. No podía verle la cara desde mi posición, pero a pesar del poco tiempo, podía haberla pintado con la precisión de Antonio López y la turbación de Eduardo Naranjo. Yo seguía acostado en la cama. En silencio. Vestido solo con un esmoquin de dudas. Fue en ese momento cuando se volvió, uniendo sus manos y una mirada particular. Con nostalgia. Melancolía. Tal vez, dolor. Ante mis ojos apareció una mujer completamente diferente. Me di cuenta que la estaba mirando por primer vez, que antes lo único que había hecho era perderme entre sus encantos guerreros, como la Red Sonja que sedujo y atrajo al bárbaro creado por Robert Howard. En su mirada seductora y sus labios rojos, dibujados el mismo día que los de Jessica Rabbit. Nada de eso aparecía ante mis ojos ahora. No existía rojo alguno, ni el de su pelo, ni el de sus labios. Ni siquiera el rojo pasión, el rojo de lo prohibido. La advertencia. Todo eran bucles dorados. Dorado. Color miel. No era la misma mujer que había tirado los muros de mi cordura, mostrándose como el paraíso inaccesible a los deseos carnales más profundos. En ese instante de suspensión, prendida en el tiempo como las imágenes congeladas de una fotografía, era más humana que nunca. Como la Magdalena que Donatello hiciera para el Baptisterio de Florencia hacia el 1455.
De la misma forma que la obra del genio renacentista, unía sus manos en actitud orante, como pidiendo perdón. Vestida con todos los pecados que había sufrido, creado y gozado a lo largo de su vida. Harapos de una conciencia deshilachada. Cavidades que albergan todos y cada uno de los miedos que ha visto, contemplado, sufrido y transmitido. Opacos. Plegados. Su mirada destilaba cansancio y agotamiento, pero también la melancolía de una vida consumida antes de tiempo. La nostalgia de una niña cercenada, arrojada de la infancia con la misma violencia con la que despertamos de un sueño y retornamos a una pesadilla que se repite. Una pesadilla real. Era una Magdalena diferente. No era la pecadora adúltera, liberada de los demonios por Jesús. No había libertad en ese punto exacto en que los minutos me estaban permitiendo deslizarme entre los pliegues del tiempo y contemplar la verdad. Estaba atrapado. No. No aún no lo estaba. Estaba en el gerundio mismo del verbo: estaba atrapándome. No pertenecía a ningún evangelio, ni siquiera a esa leyenda áurea censurada por la Contrarreforma. Esta deliciosa Magdalena no se arrepentía. Y tampoco era libre. Portaba en todos y cada uno de los entresijos que formaban su descarnada vestimenta la historia de hombres a la deriva que habían naufragado en aquellos labios cortados, agrietados, secos por la penitencia que, al contrario de padecer, había disfrutado y gozado. Jamás sería libre de aquellas ataduras. Estaba condenada por el resto de su existencia a vivir junto a su locura, a su tristeza, a su salvaje cautiverio alienado, a su exilio del mundo racional, a aquella melancolía que se derretía por sus ojos. Sin apenas dientes, engullía a los hombres de la misma forma que se tragaba los designios que la vida le había puesto en su camino. Vivía en el infierno y coleccionaba maldiciones herejes y vidas ajenas. Había saboreado el fuego de la perdición. Había conocido las profundidades más negras de la humanidad. Del ser humano. La visión que tenía ante mis ojos era el fracasado intento por purgar los errores y faltas como una ermitaña indómita, el malogrado y frustrado objetivo de curarse las penas. Se alimentaba de la pasión desbordada. Estaba erosionada y desgastada por las mismas almas que consumía y la unión eterna con el averno. La demencia la hundía al abismo y resurgía portadora de un juicio lunático.
Pero en ese momento, era humana. Más humana que nunca. Vi el miedo en su mirada. Vi que estaba cansada. La vi suplicar en el barranco de sus ojos. Vi el arrepentimiento. Un fugaz, efímero y breve destello que desapareció con la misma rapidez que mi sensatez. Me di cuenta en ese mismo instante. En ese nanosegundo en que las fallas temporales chocan y la realidad deja de ser subjetiva para convertirse en una idea. Para convertirse en una verdad. La absoluta. La que prevalece. La que impone el castigo de la razón. Nunca volvería a verlo tan claro como entonces. Sabía que estaba condenado. Como ella, me inundaría de pecado, me sumergiría hasta el fondo del pozo más negro. El amor como castigo. El amor como sentencia. Había entrado en su interior y ahora no podría salir. Quería beber petróleo y respirar humo. Ya no existía Rosie. Era la galería de las ilusiones. El trampantojo barroco. Había contemplado el horror y me había gustado. Había tocado el retrato de Dorian Grey y me había seducido.
No me arrepiento de haberme dejado llevar por sus encantos. Incluso en este preciso instante en que recojo mis recuerdos, esparcidos por la habitación. No negaré que tuve miedo, pero mayor fue el placer de haber sucumbido a la diosa del tártaro y rezumar entre sus placeres más prohibidos, carnales y espirituales. Incluso ahora, que intento tragarme la sangre, que procuro no ahogarme con la vida, me arrepiento de nada. Incluso podría decir que disfruté cuando sentí cómo sus ojos se llenaban de felicidad al atravesarme el vientre con aquel cuchillo. Pude sentir un gemido de placer. Pude escuchar cómo aquella voz le hablaba desde dentro. Cómo se hacía más pesado aquel trapo harapiento lleno de pecados, almas y remordimiento. Ni siquiera ahora, que no soy, cambiaría ninguna de sus caricias, ninguno de sus besos, ni el luto de su alma por la luz que le faltó a mi juicio. Ya no era Rosie, era aquella penitente sin salvación. Mi Magdalena. Mi veneno. Mi sentencia de muerte. Mi final.
Relato de Ramsés Torres García
Escultura de María Magdalena, Penitente; Donatello