Mi corazón estalló una mañana de agosto. No es que no lo viera venir, tarde o temprano tenía que pasar, esas cosas se saben o, al menos, se intuyen, pero, aun así, me cogió totalmente desprevenido. Como digo, mi corazón estalló una mañana de agosto. Aunque quizás fuera más lógico decir que se expandió y expandió como lo hace el espacio en el obscuro vacío estelar, copándolo todo a su paso, dejando en nada la nada y transmutándola en un algo que aún no sé bien cómo explicar, pero que se parecía en exceso a una enorme y fétida flor a punto de eclosionar. Y, como digo, el caso es que era previsible.
Aquella mañana me había levantado temprano para realizar los quehaceres vespertinos, asearme, desayunar, recoger los trastos que el mico de mi novia había dejado esparcidos por el suelo como baluarte de su ocupación y victoria, cuando, de pronto, mis ojos se posaron en la ventana del salón. Allí, oculto entre la habitual desagradecida flora del arriate, crecía una pequeña, diminuta florecilla, que me recordaba en exceso a las que surgían de algunos tubérculos solanáceos. La distinguí desde lejos. La flor, con seis preciosos pétalos de color blanco, resaltaba entre los geranios, caléndulas y violetas, que aún no habían detectado mi presencia. Me acerqué con disimulo desde un extremo de la habitación, mirando a un lado y a otro, expectante, ilusionado y con la firme intención de no asustarla. Pero todo fue estar a tres pasos de ella y la flor se cerró sobre si misma sabedora de mis intenciones de contemplarla… en la vida había visto una flor tan prevenida, seguro que había sido cosa de los geranios. Y si no, las caléndulas o las violetas… mis flores son muy corporativistas y siempre intentan defenderse las unas a las otras.
La verdad es que yo nunca he entendido muy bien el porqué de ese miedo hacia mí. Es cierto que, hace tiempo, muy de vez en cuando, arrancaba alguna para colocarla en el pelo de mi novia, o para hacer experimentos culinarios… quizás fuera eso lo que las molestó en un principio pero, como digo, eso hace mucho que no lo hago, prácticamente desde el momento en el que me percaté de que todas y cada una de las flores del arriate se cerraban ante mi presencia o se marchitaban algunos minutos, el tiempo justo en el que yo andaba cerca y me dedicaba a su cuidado. Después, todo era guardar los aperos y alejarme, y ellas revivían y refulgían de color. Yo, que siempre he cuidado y amado a las flores… ¡es cierto!, ¡lo juro!, mi madre me enseñó a fuerza de zapatillas boomerang, de esas que volaban atravesando toda la casa y que después debían ser devueltas a su lugar de procedencia, que las plantas eran seres vivos que se merecían tanto respeto como el que más, pues se encargaban de limpiar el ambiente y de darnos alimento para nuestros pulmones. Pero esas plantas del arriate me la tenían jurada. Estoy convencido de que la minúscula flor estaba prevenida y que alguna de sus muchas compañeras la avisó de cuál era el momento justo para cerrarse. Todas lo hacían en una perfecta y odiosa sincronía.
Quise llorar. Los seres humanos somos imperfectos por naturaleza y cometemos errores… pero explícale tú eso a un puñado de flores que se niegan a escucharte. No había nada que hacer. Me alejé unos pasos con la absurda idea de que quizás, al ser nueva, la flor no supiera el momento en el que me había alejado lo suficiente como para no poder verla, y estuvo a punto de ocurrir, pero los geranios anduvieron rápidos y se cerraron sobre ella como si de jugadores de un equipo de rugby se tratara. Estúpidos geranios, ¿quién me mandaría a mí plantarlos? Si además ni me gustan… seguro que fue mi madre, parece que la estoy viendo “en estos arriates deberías plantar unos geranios rojos, que son preciosos y dan mucha compañía”… quizás a ella se la dieran, pero lo que es a mí, me habían quitado la posibilidad de contemplarlas.
Y justo cuando todo parecía perdido las risotadas alegres del mico recién levantado causaron una revolución entre las flores. Primero fue una violeta la que levantó uno de sus pétalos para ver al crio, después una caléndula, que hasta ese momento había permanecido mustia y decaída, se irguió inhiesta entre sus compañeras y oteó el horizonte buscando al pequeño. Cuando por fin lo encontró dibujó una minúscula sonrisa y con una de sus hojas dio un codazo a su compañera de la derecha que se alzó rápidamente… era como si yo no existiera, como si todas aquellas flores desearan, única y exclusivamente, contemplar a aquel pequeño ser que se había apoderado de mi casa y de mis cosas. Yo, causa de tanto dolor entre las flores de mi arriate, había sido finalmente ocupado por un ser tan pequeño como ellas, que me había ganado y derrotado en mi propio terreno. Ya no era peligroso.
Por último, los geranios se abrieron lentamente y, buscando la figurilla que correteaba por el salón pidiendo a gritos el desayuno, me permitieron contemplar la pequeña flor blanca que con tanto mimo habían protegido y fue así, lo crean o no, como mi corazón estalló de alegría.
Fotos de Saray Pavón.