martes, 8 de noviembre de 2016

Yiya

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Mis viejos pusieron el kiosko en algún momento previo al comienzo de mi escolarización. Mi viejo mismo armó el exhibidor de madera y los estantes, una pared-también de madera-dividió el espacio donde estaba la ventana del resto del local, de dimensiones demasiado grandes para tan modesto negocio; unas manos de pintura apresuradas taparon a medias el escudo que decía Unidad Básica Juventud Peronista, y listo. Más allá en el paredón, más cerca de la puerta de entrada a casa, quedó como un fantasma el stencil con el perfil del General y esas misteriosas P y V chorreadas con aerosol negro. 

Odiaba que me levantaran temprano para llevarme. Nunca antes había tenido que levantarme siendo todavía de noche, ni había sentido el frío de las mañanas de invierno. Pero el día que vino el ciruja ya era de tarde, empezaba el calor y yo jugaba sola en la vereda bajo la mirada vigilante de mi madre desde la ventanilla del kiosko.

El ciruja era muy viejo, flaco y huesudo, la piel como un cuero de tanto sol, la ropa sucia y un saco al hombro. Le faltaban dientes y capaz que fue por eso que mi mamá no entendía lo que el hombre le pedía.

-Yiya, yiya-repetía él.
-¿Yiya?-intentaba ella.
-¡Yiya!- se impacientó el viejo, que pensándolo bien capaz que no lo era tanto. E hizo un gesto como de escribir en el aire.
-¿Tiza?- arriesgó mi mamá.
-¡Eh!- asintió él.

Ella sacó una tiza del frasco. Él le hizo una seña con los dedos. Dos. Ella sacó una más y se las extendió con desconfianza. ¿Ese tipo tendría para pagar dos tizas? El señor sacó unos billetes colorados, nuevitos y crujientes del bolsillo y pagó. Después tomó sus tizas y se sentó en el cordón de la vereda, sobre la ochava. Y procedió a pasar las tizas por los bordes blancos de sus zapatillas Flecha azul oscuro, que estaban un poco manchados de tierra pero mucho menos que las mías cuando volvía de jugar a las escondidas en el terreno con los vecinos de enfrente.

Sólo usó una mínima parte de sus tizas -una para cada pie- y las dejó casi intactas, cruzadas una sobre la otra, ahí en la vereda. Yo, que observaba todo mientras saltaba a la soga, no le quité los ojos de encima hasta que se perdió a los lejos, como yendo para Carupá. Entonces sí interrogué con los ojos a mi madre, que me contestó asintiendo con la cabeza, y me abalancé sobre las tizas que brillaban al sol de tan blancas.

Y dibujé en el asfalto círculos enormes para saltar adentro de ellos, y medialunas, y pentagramas, y estrellas de seis puntas y espirales, y salté adentro y afuera de cada uno de esos símbolos y bailé y di vueltas y canté invocando palabras desconocidas que inventaba sobre la marcha, y así creé mi propio ritual para festejar la primavera y el sol y a los ancianos hechiceros que se van dejando atrás varitas mágicas-yiya, yiya- y se alejan, calzados con zapatillas Flecha de bordes relucientes.


Texto: Gabriela Piedrabuena
Ilustración: Saray Pavón

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