miércoles, 23 de noviembre de 2016

That regular show

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Comencé a ver esta locura hace ya varios años, cuando se incluía en la programación de Cartoon Network y aun me sigue fascinando hasta el punto de ver los mismos episodios (ahora en Yomvi) una y otra vez sin importarme.

Regular Show (Historias Corrientes) es, aparte de la serie de animación que más se puede acercar en estos momentos a la definición de mítica, una de esas series para adultos que, por desgracia, se emiten en un canal para niños. Y realmente no es ese el asunto que me ha impulsado a escribir sobre ella. Sin embargo me sirve como hilo conductor para estructurar este modesto análisis. El caso es que no la considero inapropiada por la forma de hablar de sus personajes, que en ningún momento llega a ser obscena. O por su contenido, ajeno a imágenes violentas o desagradables. Hay muchos otros principios; algunos aparentes y otros más sutiles.

¿Ejemplos de esos primeros? Se me ocurren varios:

No es atractiva a los infantiles ojos acostumbrados al color en exceso o a los personajes con poderes asombrosos; la palabra antihéroes se les queda corta o apenas define a los protagonistas.

Aunque es, como ocurre con muchos títulos infantiles, más bien lineal (solamente) en cuanto a la estructura, los desenlaces así como los puentes que tienden para llegar a ellos son, cuanto menos, originales.

Además posee muy pocos rasgos característicos del cartoon clásico, cosa que no sé si realmente es un contra para esas pequeñas mentes que esperan que un crío de pelo imposible prenda fuego a un balón de una patada. Incluso la música, a la que he estado prestando más atención gracias a un amigo, resulta poco o nada cercana a ese tipo de público que tiene como banda sonora el pop malo y reiterativo de Disney Channel.

 La verdadera razón, la sutil peculiaridad por la que le cuelgo la etiqueta de no apta y por lo que a su vez me apasiona la serie, es el hecho de que si no has vivido tu adolescencia en la década de los noventa no la entenderías. O al menos no la disfrutarías al cien por cien. Su lenguaje, ya no solo los diálogos sino todo el conjunto que la define, es el paradigma de la personalidad de toda una generación que no voy a llamar X. Se trata de una sucesión de elementos al más puro estilo de los noventa más brillantes. La forma de hablar, la pareja de protagonistas chispeantes y sin más motivación que hacer el vago hasta aburrirse de ello y continuar después. La relación entre los personajes, los mismos personajes en sí y la profundidad de cada uno así como la aparición frecuente de otros más puntuales llenos de misterio y rodeados de esa aureola de “molonidad”. Las recreativas, la cafetería que frecuentan (que frecuenten una cafetería ya es un indicador de la edad a la que está dirigida), la consola frente al sofá con sus constantes duelos y las alusiones a videojuegos inventados pero que bien podrían ser bombazos de aquella época. Incluso la tipografía y la cabecera. Si no fuera por la música, podría ser perfectamente el fotograma de un video de Pearl Jam o Soundgarden.

Toda esta amalgama de singularidades noventeras me recuerda, salvando las distancias, al universo Kevin Smith. Sí, he dicho universo. No solo van a tener ese privilegio Spielberg o George Lucas. El porqué de ese impulso que me evoca la similitud con aquellas historias es que son reales, auténticas... hasta que entran en juego la ciencia ficción o el surrealismo más absoluto. En ese sentido, para mí es lo mismo jugarse a “piedra papel tijera” las tareas de mantenimiento del parque y acabar en otra dimensión que buscar el amor en un centro comercial y que termine dándote consejos sobre chicas Stan Lee. Eso me hace pensar que quizá el paralelismo más compatible sea con Mallrats. Unos fracasados que se asombran tanto del mundo que les rodea que desatienden por completo otras cuestiones más importantes. Pero cuando se quieren dar cuenta e intentan remediarlo, una fuerza superior se lo impide y comienza la lucha contra los elementos en un contexto de humor no pretendido.

Esa es la verdadera magia de esta serie. Los objetivos se autoimponen por obra del azar o de una maldición cósmica que conduce a los personajes, incluso a aquellos que no han tomado parte en los desencadenantes, hacia situaciones que no son para nada motivo de risa, pues en ocasiones los acercan demasiado a la muerte. Lo realmente cómico es cómo llegan a desembocar en tales situaciones partiendo de lo más cotidiano y anodino. Todo esto, unido a ese inconformismo rebelde de los protagonistas y a todo el conjunto de detalles que reflejan la edad que tenía el creador en los noventa (J. G. Quintel nació en 1982), hace que me retrotraiga a esa época cuando veo cualquiera de sus episodios. Ese, además de lo divertida y entretenida que me parece la propuesta, es el motivo principal por el que soy incapaz de levantarme del sofá (sacrilegio) cuando Mordecai y Rigby están poniendo en peligro la continuidad del universo.

Claro que, si estos no fueran un arrendajo azul y un coatí de cola anillada (al menos a mí me lo parece, más que un mapache), nada de lo que he dicho hasta ahora tendría sentido.

Un par de ejemplos: "Un puñado de patitos" y "El record" (Temporada 2)

Referencias:

Regular Show: J. G. Quintel, 2010.

Mallrats: Kevin Smith, 1995. (http://www.filmaffinity.com/es/film861246.html)

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