martes, 20 de julio de 2021

La memoria de las cañerías

0

No recuerdo si me sorprendió más el hecho de que fuera algo vivo o que hubiera salido del desagüe del lavabo, pero lo cierto es que me quedé pasmado un rato viendo cómo ese pedacito de carne parecía respirar y retorcerse inten-tando decirme algo. Como no sabía qué hacer ni cómo manipularlo, usé un recipiente de cristal como repentina sala de curas. Lo observaba expandirse y contraerse, sangrando a veces y reabsorbiendo el líquido enseguida, palpi-tando sin descanso y volteándose de vez en cuando.


El siguiente trozo tardó una semana en salir. Nada más colocarlo junto al otro, se acercaron y se fueron uniendo muy despacio, como una herida que se cierra, hasta que al cabo de las horas solo quedó una cicatriz. Los fragmentos de ser siguieron saliendo y tuve que desechar el recipiente. Llegó un momento, cuando ya ocupaba una superfi-cie comparable a una pata de jamón, que tuve que plantearme dejarle un espacio más apropiado. Extendí un plás-tico grande sobre la cama de invitados y cerré ese cuarto a las visitas.

Perdí la cuenta de los meses, pero cada vez se parecía más a una persona. Cuando tuvo el primer brazo, lo levantó con esfuerzo y me señaló. En aquel momento dudé entre un gesto de amenaza o advertencia. No sin repugnancia empecé a encontrarle, conforme se iba armando su cara, una semejanza conmigo, pero no es menos cierto que en ese estado podría parecerse a cualquiera. A menudo me señalaba con el dedo, a lo que acabé por acostumbrarme.

En todo este tiempo, a mi mujer no le había contado nada, solo que estaba reformando el cuarto de invitados y era peligroso entrar. Su falta de curiosidad natural, extraña en una mujer, la mantuvo alejada del misterioso convaleciente.

El día que por fin adquirió una mirada lo supe sin dudas: era yo, o lo fui sabe Dios cómo. Tuve el dilema que siempre se tiene cuando uno se encuentra consigo mismo, pero no fui capaz de tomar ninguna determinación valiente. Tan solo me seguí atendiendo, en espera de que aquello acabara más o menos como había empezado.

Poco después vinieron las primeras palabras, más bien un hilito de voz tembloroso y repugnante que sonaba a cosas sueltas y colgantes. Creí entender pala y ella. Lo dijo (lo dije) sin cesar durante varios días, hasta que una tarde en la que estaba tomando un baño relajante, no vi entrar a mi mujer con una pala y machacarme la cabeza, mi sangre y su memoria yéndose gota a gota por las cañerías pacientes.

Texto de Eduardo Martos
Montaje fotochopero de Antonio Moreno con imágenes de www.pixabay.com

 

0 críticas :

Publicar un comentario