viernes, 7 de mayo de 2021

Armonio de fuelle y mantra

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Anochece en las estribaciones de la Sierra de Cádiz. Desde una ladera de campiña con vestigios de viejos olivares, escondiéndose entre la calma es difícil evitar la tentación de espiar al sol zambulléndose por el embalse de Bornos. “El pueblo más cercano está a más de una hora andando”, nos han advertido. Da la sensación de que aquí los días son todos parecidos, uniformes, pues no hay ruidos, no hay prisas, no hay gritos y no hay muecas envenenadas. Normal, pues estamos en un lugar apartado y discreto que acoge a gente en busca de meditación, a meditación en busca de gente, donde tiene espacio el Chi, el gong, el Yin, el Yang, el Om, los chacras, Ganesha, en fin, $deity patinando por el horizonte de líneas de Bézier y azul celeste. 

Da la sensación de que aquí los días son todos parecidos, uniformes, pero desde que el sol escapa hasta que vuelve a asomar queda una zona desmilitarizada en la que la serpiente aún no se ha mordido la cola. La noche en el campo, entre hierba, es más noche, es de cielo. De noche los días son diferentes y hoy suena una melodía para festejarlo. Fernando maneja rítmicamente con su mano izquierda el fuelle, sentado en el suelo, encogido y estirado, despatarrado. Al mismo tiempo, con la mano derecha presiona a su antojo las teclas de su armonio. 

¿Un armonio? Su música evoca al acordeón, pariente cercano, con el que comparte mecanismo de fuelle y teclado. “Justo hoy lo he desmontado entero y he aprendido mucho. Es un mecanismo sencillo pero también muy delicado”, comenta el músico, que conoció el instrumento hace pocos meses y quedó prendado. El fuelle bombea el aire, mientras que unas lengüetas de metal generan un agradable sonido, inesperado de lo que en apariencia es un raído cajoncillo de madera, un caprichoso pianito, un acordeón indolente y sedentario.

Es de noche, las velas iluminan el rincón de la azotea y cuantos escuchan sonríen y tararean. Sentado en el suelo, en ejercicio de contorsionismo, Fernando suelta el fuelle para llevarse a la boca un mirlitón y agita el pie para hacer sonar una suerte de cascabeles construidos por él mismo. La atmósfera está lista: el armonio crea el hechizo y con un ukelele se hacen compañía. Hoy, junto a Kate, echan una cana al aire versionando Home, home is wherever I’m with you. “Lo que tiene más miga es el tipo de música al que da pie, como los chanting mantras. En mi opinión es lo más evidente. Permite hacer colaborar a la gente en el canto y que no sea unidireccional, como estamos acostumbrados, del músico al espectador. Son eventos cargados de energía compartida, más participativos”.

La música no termina en las canciones, mejores y peores, servidas como productos industriales envasados. Estamos acostumbrados a estribillos pegadizos, subidas, bajadas, giros, estímulos, mucha información y sonidos comprimidos en 3 o 4 minutos. “Es como si pasara un tren por una estación sin hacer parada. Se va y te quedas igual, incluso un poco desubicado”. Hay otras meriendas además del bollycao. Música es también una nana, una melodía silbada, una sinfonía y seguramente el trino de un pájaro. El armonio reivindica un estilo divergente al habitual. Fernando se sienta, encoge la pierna derecha, estira la izquierda, comienza a darle fuelle al fuelle con la mano izquierda, los dedos de la derecha buscan las teclas blancas, las negras, las blancas, las negras. Empieza a sonar: lento, repetitivo (¿por qué este adjetivo se ha empapado de connotaciones negativas?), sencillo, profundo, espiritual, progresivo, quizás natural. Los asistentes se van uniendo tímidamente en su canto. “Te embauca sin apenas darte cuenta. Es algo más humano, que dura incluso después del final del mantra”. A pesar de la postura, de verlo despatarrado, siéntate bien es siéntete bien.

Aún resuenan los acordes del instrumento. El uróboros los ha escuchado y hoy va más despacio.


Texto y fotografía de Mario Tornillo


 

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