Anochece en las estribaciones de la
Sierra de Cádiz. Desde una ladera de campiña con vestigios de
viejos olivares, escondiéndose entre la calma es difícil evitar la
tentación de espiar al sol zambulléndose por el embalse de Bornos.
“El pueblo más cercano está a más de una hora andando”, nos
han advertido. Da la sensación de que aquí los días son todos
parecidos, uniformes, pues no hay ruidos, no hay prisas, no hay
gritos y no hay muecas envenenadas. Normal, pues estamos en un lugar
apartado y discreto que acoge a gente en busca de meditación, a
meditación en busca de gente, donde tiene espacio el Chi, el gong,
el Yin, el Yang, el Om, los chacras, Ganesha, en fin, $deity
patinando por el horizonte de líneas de Bézier y azul celeste.
Da la sensación de que aquí los días
son todos parecidos, uniformes, pero desde que el sol escapa hasta
que vuelve a asomar queda una zona desmilitarizada en la que la
serpiente aún no se ha mordido la cola. La noche en el campo, entre
hierba, es más noche, es de cielo. De noche los días son diferentes
y hoy suena una melodía para festejarlo. Fernando maneja
rítmicamente con su mano izquierda el fuelle, sentado en el suelo,
encogido y estirado, despatarrado. Al mismo tiempo, con la mano
derecha presiona a su antojo las teclas de su armonio.
¿Un armonio? Su música evoca al
acordeón, pariente cercano, con el que comparte mecanismo de fuelle
y teclado. “Justo hoy lo he desmontado entero y he aprendido mucho.
Es un mecanismo sencillo pero también muy delicado”, comenta el
músico, que conoció el instrumento hace pocos meses y quedó
prendado. El fuelle bombea el aire, mientras que unas lengüetas de
metal generan un agradable sonido, inesperado de lo que en apariencia
es un raído cajoncillo de madera, un caprichoso pianito, un acordeón
indolente y sedentario.
Es de noche, las velas iluminan el
rincón de la azotea y cuantos escuchan sonríen y tararean. Sentado
en el suelo, en ejercicio de contorsionismo, Fernando suelta el
fuelle para llevarse a la boca un mirlitón y agita el pie para hacer
sonar una suerte de cascabeles construidos por él mismo. La
atmósfera está lista: el armonio crea el hechizo y con un ukelele
se hacen compañía. Hoy, junto a Kate, echan una cana al aire
versionando Home, home is wherever I’m with you. “Lo que
tiene más miga es el tipo de música al que da pie, como los
chanting mantras. En mi opinión es lo más evidente. Permite hacer
colaborar a la gente en el canto y que no sea unidireccional, como
estamos acostumbrados, del músico al espectador. Son eventos
cargados de energía compartida, más participativos”.
La música no
termina en las canciones, mejores y peores, servidas como productos
industriales envasados. Estamos acostumbrados a estribillos
pegadizos, subidas, bajadas, giros, estímulos, mucha información y
sonidos comprimidos en 3 o 4 minutos. “Es como si pasara un tren
por una estación sin hacer parada. Se va y te quedas igual, incluso
un poco desubicado”. Hay otras meriendas además del bollycao.
Música es también una nana, una melodía silbada, una sinfonía y
seguramente el trino de un pájaro. El armonio reivindica un estilo
divergente al habitual. Fernando se sienta, encoge la pierna derecha,
estira la izquierda, comienza a darle fuelle al fuelle con la mano
izquierda, los dedos de la derecha buscan las teclas blancas, las
negras, las blancas, las negras. Empieza a sonar: lento, repetitivo
(¿por qué este adjetivo se ha empapado de connotaciones
negativas?), sencillo, profundo, espiritual, progresivo, quizás
natural. Los asistentes se van uniendo tímidamente en su canto. “Te
embauca sin apenas darte cuenta. Es algo más humano, que dura
incluso después del final del mantra”. A pesar de la postura, de
verlo despatarrado, siéntate bien es siéntete bien.
Aún resuenan los acordes del
instrumento. El uróboros los ha escuchado y hoy va más despacio.
Texto y fotografía de Mario Tornillo
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