sábado, 20 de junio de 2020

Camareras

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Una blusa a veces. Una camiseta blanca, sencilla, que ciñe el pecho. Mostradores largos o mostradores breves. Al aire finos sujetadores de colores de las mil camareras que ahora están haciendo girar el brazo de la cafetera italiana en los bares de Zaragoza y sacan la lengua en señal de esfuerzo. Camareras venidas del fin del mundo, que no saben castellano. Es hermoso no saberlo. Quiero un vino blanco, frío. Camareras de hoteles, haciendo las camas, cargando con toallas, limpiando lo que otros ensuciaron con sus cuerpos privilegiados. Falda negra. Mesa tres. La cuenta. Un rodaballo al horno. Una Cocacola. En las cocinas de los restaurantes, deambulan como sirenas en el Mar del Norte, perdidas en el mundo de los hombres. Muy delgadas siempre. Novios que las esperan en coches baratos. Y viven en las afueras. Más allá de las afueras, en pisos hechos con prisa, junto a las autopistas, y se duchan a las seis de la mañana. Pero nadie les cambia las toallas. Las camas deshechas, deshechas se quedan en sus casas. Camareras de veinte años, con la vida recién estrenada. Camareras de Zaragoza, sirviendo cervezas, cafés, croquetas anchas, calamares amarillos, huevos blancos con gambas duras, oyendo a los hombres, el gobierno de los hombres. Las manos elevadas contra el cielo, las uñas preciosas, la sonrisa como un diamante frío, una medalla en el cuello desnudo, el reloj en la muñeca, la pulsera heredada, el acre sudor en las axilas, el labio sin queja, ese ir y venir de esclavizadas nubes con vasos en las manos.


Relato de Manuel Vilas
Imagen de Pixabay

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