martes, 11 de junio de 2019

El deicidio del siglo

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Cerró la negra puerta como si fuera la última que cerraba en su vida, con tal ahínco que el eco del portazo resonó en el alma de todos aquellos que se encontraban al otro lado. Hubiera querido que no fuera así, había soñado con otro final. Nada de lo que le dijeran le haría cambiar de opinión, ni siquiera el sudor frío que recorría su febril frente. Ella era una señorita antaño hermosa, de cálida mirada y sonrisa hospitalaria. Era una diosa traída directamente de la antigua Grecia, repartió ilusión y ganas de luchar a una generación entera; bella, inmaculada, siempre dispuesta a otorgar lo justo a quienes creían en la justicia y en el romanticismo que encierra el amor por la honestidad. Ahora, con poco más de treinta años, parece una anciana decrépita y huraña, de lenguaje soez y besos de arsénico, un tenue reflejo de lo que fue, una triste sombra de lo que podría haber sido.  Pero Ella no tiene la culpa de su caída en desgracia, descendió a los infiernos conducida por criaturas de poder inimaginable, extraños seres que otrora vivieron confundiéndose entre nosotros, semejantes en la cuna, diferentes e implacables en su adultez. Estos engendros son defendidos por nigromantes y perdidos idiotas, lacayos de su propia ignorancia. Los mismos que junto al ilusionado resto, que aún cree en hadas y sobre todo en Ella, siguen creando era tras era estas aberraciones devoradoras de felicidad ajena. Cada cuatrienio los astros brillan de una forma especial y se alinean para que la masa se reúna en un orgiástico ritual en nombre de la diosa, y en su nombre dan vida a un nuevo ser que usurpa lo que Ella representa y lo transforma en falacias y medias verdades. Nos embelesan con sus palabras envenenadas, dan esperanzas tan falsas como ellos mismos, juegan con nosotros con indecente vehemencia; somos las piezas que pasean confusas sobre el tablero de su brutal pasatiempo. Y como impíos paganos dieron de lado a la diosa que les dio la vida, aquella que se implantó para hacer el bien, aquella que fue ultrajada por estos monstruos blasfemos. ¿De qué iba a servir el seguir tratando de reconducirlos por la senda de su doctrina? Era lógico que tomara esa determinación. Cerró la puerta, por supuesto, y la cerró en nuestras narices con tanta fuerza que aun resuena en nuestras almas el eco de aquel portazo. Nos dio la espalda como ellos se la dieron a Ella. Pero Ella no tuvo la culpa, nosotros elegimos a los grotescos herejes que cada cuatro años nos hipnotizan con su bola de cristal, y son ellos quienes destrozan con engaños y superchería barata el nombre de la olvidada diosa Democracia.
Texto y dibujo de A. Moreno

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