sábado, 16 de mayo de 2020

III

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La bruma me envuelve con su frío aliento, amenaza con agotar el espeso aire de mis pulmones, la visibilidad es nula, la humedad cala la ropa. La vaina de la espada marca un rastro sobre el barro. Mis pies chapotean. Tiro del abollado casco, arranco la venda, amaso el grasiento pelo. La cabeza me pesa, el pensamiento huye con el deseo de regresar a mi casa. Esa casa que se desdibuja de mi mente tras años de lucha. La brisa sopla, refresca mi piel tiznada, despeja el turbio ambiente. El batir de alas en derredor me aturde. No deseo girarme, solo seguir sin rumbo fijo, alejarme. Los campos arden junto a los estandartes.

Camino por el alambre de las aguas serenas. Los oscuros pájaros del interior de mi cabeza salen de estampida, chocan entre graznidos y vuelven a caer. Resuena un tic, lento; un tac, impreciso. La hora yace en la caja del reloj. La manada de pájaros se orienta, picotea el interior de mis párpados, abren una brecha. Buscan al hierofante entre la bruma. El resplandor oscurece la luz. Un torbellino de ángeles asciende por la sombría brecha de luz. Los segundos huyen, los minutos se desvanecen, las saetas se apartan, se reclinan, se retuercen con su propia sombra. El alambre se destensa entre el claroscuro de luces y silencios.

El tiempo se detiene y duerme sin que nada lo espolee. La claridad de la luna henchida, ilumina tu frente, tus párpados se abren por la caricia, la pupila brilla por un instante. No pudiste huir a ninguna parte, no pudiste, no. El viento arrecia, arrastra un mar de cenizas y hojarasca, y cubren tu tez exangüe. Todo trepida y la calma se sacude en tu ausencia. Invoco la palabra vacía y sin nombre. Las cuerdas vocales vibran. El grito se expande en el laberinto de las palabras, el silencio calla porque no puede ser roto ni perturbado. Allí permanecerá, atascado entre las manecillas del reloj. Tapono la salida y te digo que mi nombre no existe, y que cuando despierte, presenciaré que ha deparado el mañana.

El tiempo pasa en silencio, sin que nada lo mida. Y la calma se inquieta. Todo reverbera, he percibido el temblor y presiento tu existencia. Abro los párpados y te digo que no me acuerdo de mi nombre, y dudo: porque no sé si alguna vez lo tuve. Aparto la pesada tierra con el aleteo de los brazos, de un lado a otro, sin uñas, sin dientes. Y retiro la roca, sin fuerzas, sin aliento.

La lluvia golpea los jirones de mi ropa. Te encuentro donde te dejé, ángel de la oscuridad, allí yaces: al lado de la peana cubierta de musgo. No sé qué hago aquí. No sé quién eres, no pudiste escapar con tu ala rota.

Me acerco y palpo tu ala. Busco mi nombre y busco en vano, sin convicción. Musito palabras inconexas y extrañas, cansadas de girar y dar vueltas. La lágrima se pudre en tu piel de piedra.


Poema de Eugenio Barragán
Imagen de Pixabay

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