martes, 4 de octubre de 2016

La carne es débil

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Era uno de esos viejos teléfonos de góndola. Enorme, beige, con los dígitos del dial casi borrados por el uso y esa pequeña placa de plástico encima donde suele ir el número del propietario. Estaba colocado en la mesa del comedor, junto al almuerzo en el que él clavaba su mirada. Las manos, a cada lado del plato, permanecían quietas, petrificadas, casi grises. Era como si El Pensador hubiese cambiado de postura para recapacitar sobre el exceso de calorías que tenía delante. Sólo una mosca juguetona erizaba su vello y le distraía de su objetivo por fracciones de segundo. Ésta se alzó desde su peludo antebrazo y, tras un vuelo errático pero silencioso, se posó sobre aquel dial desgastado y caminó hasta el tenue número nueve.

Sonó como un estruendo.

A veces le ocurría, cuando estaba absorto en algún pensamiento, que los sonidos abruptos e inesperados irrumpían en sus oídos con el doble de decibelios que en el mundo real. Esperó a que cesara el primer ring, tratando de normalizar su sistema nervioso tras el asalto acústico.

Levantó el aparato. Era ella.

Su voz, sibilante y lineal, recordaba al zumbido de una abeja, una de esas sobrias y respetables que aparecían en las etiquetas de los tarros de miel, o aquellas adorables y sonrientes de las cajas de cereales. A él le parecía todo eso y mucho más, le parecía perfecta; su abeja reina. Mientras ella proponía planes locos y reía solo de pensar en que los llevarían a cabo juntos, él perdía de nuevo la mirada en el plato, aún caliente, y se devanaba los sesos tratando de dar solución al único problema que podía separarle de su laboriosa y complaciente nueva novia: era vegetariana. Una preciosa, vital, cariñosa e inflexible vegetariana que entre propuesta y propuesta trataba de convencerlo de que siguiera el camino correcto de no volver a comer carne.

 Texto y fotomontaje: A. Moreno

Él pensaba en el futuro, en vivir juntos, formar una familia. En su mente todo estaba totalmente claro; se veía a sí mismo enseñando a montar en bicicleta a los futuros productos de su amor. Algún día, pensaba, nuestra incompatibilidad nos traerá disgustos y malos ratos. Sacudió la cabeza, volviéndose a meter en la conversación. Me he decidido, dijo interrumpiéndola, renuncio a mi condición de omnívoro por ti, cariño.
Ella sonrió emocionada, expulsando el aire por la nariz, haciendo que sonase distorsionado en el oído de un hombre sorprendido de sus propias palabras. Le dijo lo mucho que significaba aquel gesto y colgó tras una de esas competiciones en las que el más empalagoso deja que el otro corte la comunicación. Miró el plato, con nostalgia, y lo apartó resignado. Acababa de abrazar el vegetarianismo por amor. Qué desperdicio, amigo, dijo mientras empujaba con el tenedor aquel estofado hacia la basura. Sus siguientes víctimas, sin saberlo, estarían eternamente agradecidas a la fantástica mujer que le había robado el corazón. Quizá era demasiado sentimental para ser caníbal.

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