jueves, 27 de octubre de 2016

Hablar solos, de Andrés Neuman

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Es difícil que vea, siga o lea cualquier obra por mera recomendación, quien me conoce lo sabrá. Pero cuando me insisten o me hablan con la certeza y la seguridad de que me voy a enfrentar a un peso pesado, me lanzo al ring sin tanto rodeo. Y, por suerte, el resultado suele ser más que satisfactorio. Eso fue lo que me pasó exactamente cuando me pusieron este libro en las narices. A pesar de la complejidad de su fondo, se me presentó como una obra muy accesible a la hora de diseccionarla. Y es porque los personajes se definen pronto, gracias a esa forma de contar la historia a través de los ojos de cada uno de los protagonistas. Aunque evolucionan, despistan y vuelven a cambiar a lo largo de las páginas, comienzan a visualizarse desde los primeros capítulos (o divisiones, no están numerados). Lo que no se me hizo tan cómodo o ligero, por así decirlo, fue el hecho en sí de leerla. Tantas pausas para apuntar, subrayar, comentar, pensar, agrupar ideas y plasmarlas me condenó al esfuerzo hercúleo de disuadirme a mí mismo de transcribir toda la obra. Nunca había tardado tanto en leer un libro tan corto. Cada párrafo es una lección y cada lección, por certera, te da una patada en el estómago o te abre una vieja cicatriz del alma.

Si fuera autobiográfico, el autor se habría expuesto tanto que podría aparecer desnudo en ruedas de prensa a puerta abierta sin ningún tipo de pudor. Sin embargo, a quien deja expuesto es al lector, que se puede ver reflejado en alguna, en muchas o (si ha vivido mucho) en todas esas reflexiones tan auténticas y reales que nos regala. No recuerdo ningún pasaje que no me haya hecho pensar, que no haya hecho bucear en mis recuerdos o sensaciones y no haya hecho click en alguno de ellos.

La sencillez. En ella está su perfección. De la misma forma que es tan directo para decir según qué cosas, sobre todo cuando es Elena quien habla, nos va dando pistas sobre la trama y los personajes de una forma tan sutil e inteligente que estoy empezando a odiar a este hombre por lo bien que lo hace. Es ella quien realmente cuenta la historia, con un lenguaje cotidiano pero culto, mientras se apoya en retazos de los otros dos personajes principales: Lito (el hijo) y Mario (el marido). Es muy interesante (por no decir sublime) la forma en que divide la novela en tres tipos de pasajes. Trataré de explicarme sin destripar mucho. Las partes contadas por Elena, mantienen un tipo de narrativa moderna dinámica, muy directa y también irónica que a veces me recuerda a autores contemporáneos descaradamente rompedores, como Chuck Palahniuk. Otras veces es sensible y profunda, desgarradora, pero siempre correcta en la escritura. Cuando se trata de Lito asistimos de una manera totalmente fidedigna a la inocencia de un niño que nos está descubriendo el mundo que nos rodea tal y como lo ve, para lo que emplea un lenguaje limitado, sencillo y con ese toque de surrealismo que envuelve a los pequeños. En cuanto a Mario, nos transmite mediante incongruencias y palabras atropelladas ese miedo al fracaso sentimental de los hombres que se creen inferiores a sus esposas. Párrafos enteros sin un punto, como si le costase expresar sus sentimientos. Típico de nosotros, por otra parte.

Todo esto complementa a la perfección la narración principal que, sin contar nada del contenido, es a ratos amable, a ratos durísima, entrañable, sonrojante, profunda, visceral…
Te obliga, sin quererlo, a tomar parte, a emitir un juicio; a entender a unos, a odiar a otros y volver a odiar a quienes creíamos entender.
Esta obra imprescindible, aunque escrita en forma de novela, es un enorme ensayo sobre nada en particular, salvo la vida. La vida como forma de existencia, nada de conceptos abstractos o biológicos. Simplemente lo que ocurre entre el nacimiento y la muerte, sólo eso, nada más.

Cita:

“Eso sí es irreparable. Casi tanto como haber escrito Dios mío varias veces. Tan atea y borracha.”

Texto e imagen de A. Moreno

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