Un susurro se coló por detrás de su cabeza cuando, al bajar de nuevo la vista, se dio cuenta de lo que había hecho. Llegó a sus oídos tenue, casi desvanecido por el ensordecedor tumulto que se agolpaba en su cerebro. Cientos de pensamientos, tareas pendientes, frustraciones y obligaciones se encendían y apagaban como las luces de una discoteca, acompañadas por ese latido que presiona los tímpanos y hunde el pecho intermitentemente, evitando que el resto de sonidos llegue con claridad. Sin embargo, percibió ese susurro. Lo escuchó lejano, a kilómetros, como el trueno de una tormenta de la que apenas se llega a ver el relámpago. A pesar de que fuera de su burbuja, en el mundo real que le rodeaba más allá de aquella membrana invisible, había sonado como un grito. No uno desagradable u hostil. Uno amable, casi fraternal.
Aunque no entendió lo que decía, paró en seco lo que estaba haciendo. Tarde. Esa voz en su nuca podría haber estado diciéndole cualquier cosa. Podría haber estado animándole a seguir con el despropósito que estaba llevando a cabo. Entendió lo contrario y se detuvo. Ya no tenía sentido parar. Tampoco continuar. Ya había destrozado el propósito, la naturaleza de aquello para lo que servían los trozos que se desprendían de sus manos manchadas. Ella le preguntó, entre disgustada y risueña, que por qué lo había hecho. Él, tras recuperar el sentido de la realidad, respondió que no se había dado cuenta. Ella, resignada, le dijo que no importaba. Él se arrepintió y, desolado, juró que jamás volvería a cortar en dados un pepino sin haberle quitado antes la piel.
Texto de Antonio Moreno
Imagen de Pixabay
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