jueves, 3 de mayo de 2018

Off he goes, de Pearl Jam

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Aún recuerdo cuando todo era mejor. Cuando éramos mejores. Aquel tiempo en que giraba la cabeza y estabas ahí, siempre ahí. La cara, iluminada por una sonrisa sincera; los hombros encogidos, mirándome con la intrépida predisposición a cualquier propuesta, por inconsciente que fuese. Tu figura esperándome junto a los árboles. Aún conservo el olor de tu cabello mojado por el sudor, ondeando al viento mientras correteabas a mi alrededor. Por entonces las miradas de complicidad se cruzaban y los gestos eran mucho más que palabras. Se convertían en un idioma secreto que solo tú y yo podíamos comprender.

Echo de menos la agradable sensación que me embargaba al saber que en cualquier momento aparecerías por la puerta y te sentarías junto a mí. Cualquier cosa que hiciésemos pasaría a ser inolvidable, aunque solo fuese haber compartido un rato frente al televisor o simplemente haber dejado pasar el tiempo riendo sin motivo alguno. Las tardes eran luminosas e interminables y podíamos volver cada noche a nuestras casas sintiendo que nada impediría vernos de nuevo al día siguiente.

Ahora todo ha cambiado, todo es diferente. El cemento cubre con su triste gris nuestros sonrojados recuerdos. Y la distancia, que no la lejanía, rige nuestros encuentros. No desprecio aquello en lo que nos hemos convertido, en lo que hemos convertido nuestras vidas. Lo que sí desprecio es la frecuencia con la que ahora se recortan esos retales de felicidad, la magia y la calidad de un tiempo que solíamos compartir y que ahora compramos y vendemos a desconocidos mercaderes. Añoro esos viejos momentos que nos hacían sentir vivos. Y sé que estás ahí, sé que sigues ahí, y que aun puedes ofrecerme esa sonrisa descarada y afable. Pero no puedo evitar tener la sensación de que solo cuando nos hayamos perdido el uno al otro, nos daremos cuenta de que muy pocas cosas pueden sustituir a un viejo amigo.



Texto de A. Moreno
Imagen de Pixabay (Annie Spratt)

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