miércoles, 30 de diciembre de 2020

Charco

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El sol luce como un disco de fuego en el cielo azul, intensamente, durante meses, sin variación alguna. Las bandadas de pájaros pasan de largo en sus migraciones. El viento traslada las dunas de un lugar a otro, transformando el terreno como si fuera un tablero de ajedrez.

La fina arena acaricia dulcemente unas rocas fracturadas. Observan con la tristeza contenida en las erosionadas ondulaciones, un trozo desprendido, ese fragmento que las unía en la eternidad, rota por la inclemencia del tiempo. La sombra de las rocas se alarga sobre las dunas, sin que puedan ni siquiera rozarse, a pesar de los desesperados intentos. Solo pueden esperar a que se ponga el sol y reine la noche en el solitario escenario. Tendrán otra oportunidad.

La luna llena se yergue en el firmamento. Las sombras de las rocas tampoco pueden tocarse. La brisa sisea rumores al introducirse por los recovecos, lo más parecido a lamentos. En el vaivén, en la alternancia de luz y oscuridad se repite el obstinado deseo.

Con la luna vacía de curso, perdida y desangelada, en las montañas cercanas cubiertas de nieve, brillan las luces del Jardín de las Hespérides, como si fuera un rubor en la oscuridad.

Y los días se suceden sin oposición, por la insistencia del tiempo, porque se considera invencible. Y los días son iguales hasta que la monotonía del desierto se interrumpe. Sopla un viento húmedo y frío. El cielo azul es pespunteado por nubes grises que se desplazan mansamente. La suave lluvia se evapora antes de llegar a la superficie. Persiste. El rocío apenas impregna el terreno. Las lágrimas florecen en las rocas sin tiempo para arracimarse.

El viento ruge. La tormenta estalla con furia. Los relámpagos desgarran el firmamento. La arena se apelmaza, se forman riachuelos, charcos. Las rocas sonríen por el súbito cambio de tiempo. Las piedras ruedan, el cielo se despeja y se asoma la luna, otra vez llena, confusa, enigmática, con una marcada mueca de desprecio. Las sombras vuelven a alargarse, hasta tocar el borde de un charco. Las aguas se ondulan, burbujean, vibran, se erizan en ese momento dulce. Las sombras nadan en una danza durante toda la noche, envueltas con el resplandor.

La bruma se disuelve con el amanecer. Antes de que se evapore el agua, las sombras se deslizan entre la alfombra de flores que colorean el color ocre del desierto. Buscan refugio entre los pliegues de las rocas, para guarecerse de la claridad del sol. Y aguardan.

Aguardan a que la luna pierda su curso, entonces, las sombras vagan entre las extensas planicies, ascienden y bajan por barrancos y desfiladeros. Hilvanan susurros que propagan hasta el Jardín de las Hespérides.


Relato de Eugenio Barragán 
Imagen Casa en llamas (agosto, amanecer), de Carrie Schneidery

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