martes, 11 de abril de 2017

Miedo en directo

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Me abrí paso, cámara en mano, entre el gentío que se agolpaba delante de la casa. Algunos permanecían de pie, portando pancartas contra los desahucios, pero la mayoría de aquellas personas estaban sentadas en la acera y la carretera, a modo de protesta por el desalojo que se estaba llevando a cabo. Me costaba la vida seguir a Estrella, que sorteaba señoras y perros con pañuelo con la misma destreza. Apenas podía oír lo que iba diciendo. De vez en cuando notaba cómo se mordía la lengua para no decir algún taco; estábamos emitiendo en ese preciso instante, en prime time, y en horario infantil. Por el rabillo del ojo que me quedaba libre pude ver al hombre que se había convertido en el centro de atención. Según los mensajes de apoyo se trataba de un tal Raimundo: un tipo saludable y fortachón de mediana edad que había cometido el terrible delito de haber sido despedido tiempo atrás y no tener la suerte de conseguir un empleo desde entonces.

Estrella se dirigía hacia él como una exhalación y yo hacía lo posible por no caerme de bruces. Unos metros antes de alcanzar su objetivo, nuestra reportera fue parada en seco por tres agentes pertrechados hasta el tuétano. “De aquí no vas a pasar” dijo el que no tenía pasamontañas. Por suerte, mi estatura es considerable y pude ver y grabar como la situación se agravaba por momentos. Raimundo comenzó a forcejear con todo lo que se le ponía por delante. De pronto, la muchedumbre contuvo la respiración y se hizo el silencio, roto solamente por el grito desgarrador del pobre inquilino que destrozó su garganta con un desesperado “¡Tengo que entrar! ¡No puedo perderla!”. El terror a verse en la calle pareció darle una fuerza sobrehumana y, ante el asombro de todos, se deshizo de su presa y saltó hacia el interior de la vivienda. Estrella vio la oportunidad de su vida y trató de pasar el cordón policial, con tan mala suerte que una pelota de goma le impactó en la mandíbula, dejándola inconsciente. La gente reaccionó ante el accidente, dejó sus pancartas y pasó a la acción, abalanzándose sobre cualquier uniforme azul en un radio de cincuenta metros. Ante tal conmoción no pude hacer otra cosa que aprovecharme de ella y dirigirme hacia el interior de la casa en busca de Raimundo.

El pobre hombre continuaba luchando en el recibidor. Por poco tiempo; conocía su hogar y sabía perfectamente que a su derecha estaba el bastón que algún familiar se había olvidado la tarde anterior. Asestó un par de certeros varazos en unas corvas y se dirigió al salón con celeridad. Le seguí al trote y noté como me adelantaba una jauría de aquellos perros de presa azul marino. Cuando llegué se le habían echado encima sin remedio. Uno le agarraba por los tobillos, otro se posicionó cerca de la cabeza y le puso la rodilla en la nuca. El tercero se subió a horcajadas sobre su trasero, tratando con dificultad de ponerle las esposas. Todo había acabado para él.

No me di cuenta en ese momento, pero a la hora de sentarme tranquilamente a editar el video pude observar que el bueno de Raimundo trataba de agarrar algo entre sus dedos. Detuve la imagen, con curiosidad y cierta lástima. Al hacer zoom comprobé con asombro lo que le motivó a jugarse el pellejo y volver a entrar. A su mano derecha se le escapaba sin remedio el mando de su querida consola y, en el televisor, se podía ver el cuadro de diálogo de “guardar partida”. Raimundo no creyó en la función de autoguardado hasta ese día.

Texto e imagen loca de A. Moreno

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