viernes, 25 de octubre de 2019

El impulso

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Lleva dos días en el hospital. 

Apenas recuerda cómo llegó allí. Sabe que quiso suicidarse lazándose por el balcón. Ignora cómo pudo sobrevivir a una caída desde un quinto piso. Sólo recuerda un dolor atroz, unas ganas aún más grandes de morir, de abandonar todo sufrimiento... y la sensación de que algo no iba bien, no es que no fuera a morir, es que no le dejaban morir. Como si algo se abriera paso desde la oscuridad y le empujara de nuevo a su cuerpo roto y dolorido. 

Más cosas extrañas. En los dos días que llevaba hospitalizado el dolor había remitido mucho. Suponía que estaba sedado hasta niveles insospechados, pero es que sentía que podía volver a levantarse. Sobre todo cuando aparecía esa enfermera en particular. Esa que le hacía pensar cosas que antes nunca había pensado. Se preguntaba si sería consecuencia de la morfina. 

 No es que tuviera ganas de invitarla a salir, conocerla y enamorarla. No, en absoluto. Cuando la joven aparecía sentía deseos nunca antes imaginados. Quería acercarse a su escote para desgarrarlo con sus uñas, quería besarla en los labios para arrancárselos de un bocado y comprobar a qué saben, quería desnudarla para poder ver bien cada hematoma que fuera capaz de producir a base de golpes... Miraba a su alrededor y veía todo tipo de material que podría usar para causar dolor a aquella pobre chica. 

 Algo no iba bien, nunca había sido un tipo violento y, ahora, cada vez le era más difícil frenar su loco anhelo. Lo peor eran las voces que cuando ella aparecía le pedían, le rogaban, le ordenaban “¡hazlo! ¡Lo deseas! ¡Queremos probarla! ¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!”

La joven enfermera volvió a la habitación haciendo su ronda. Estaba preparando la medicación adecuada, de espaldas a la cama. No podía evitarlo, no quiso evitarlo. Como imaginaba, pudo ponerse en pie y andar sin hacer ruido a pesar de haberse roto casi todos los huesos en su frustrado intento de suicidio. A la chica se le cayó algo al suelo. La tenía a un solo paso de distancia. Él tenía preparado un vaso de cristal que tomó de la mesita de noche para estrellárselo en la cabeza. No la mataría, pero la dejaría suficientemente aturdida como para poder hacerle cada una de las cosas que las voces le decían que debía hacerle... 

 En ese momento ella se giró, se sobresaltó al verlo tan cerca y se le escapó un pequeño grito. Ese involuntario grito le salvó la vida. El grito hizo que, por un momento, nuestro hombre se diera verdadera cuenta de lo que iba a hacer. También supo que no podría evitarlo mucho tiempo. Se dio la vuelta y corrió hacia la ventana. Se lanzó de nuevo. No supo cómo sabía que estaba en una cuarta planta, pero lo sabía. En los escasos segundos que duró la caída le dio tiempo a pensar que era mejor morir que convertirse en un monstruo. 

 En el último instante, sonrió...


Relato Sergio Salvador Campos
Imagen de Marta Pineda

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