No es verdad que Karras sacara al demonio de Regan. Por lo visto la niña siguió unos años más dando por saco, hasta que la madre se hartó de las tropelías de su hija y la echó de casa.
Regan, vagabunda por Georgetown, ya con veintiséis años o así. Se enrola en un viaje a España y paga el billete con un milagro negro. Aterriza en Toledo, por la catedral primada; rodea el edificio como una mendiga del medievo, a su aire, respondona, escupe a veces el gargajo verde; y se mete por otras calles y los turistas se apartan un poco. Alguna tarde de un día laborable escucha misa con cuatro viejas, y cuando el cura dice «oremos» ella convulsa sobre la madera del reclinatorio; luego reza el padrenuestro al revés y las viejas se santiguan y se van sin terminar la misa. Regan errabunda por el Miradero, por la ribera del río, siempre con el mismo camisón astroso; con un aburrimiento de mil demonios; con la cara rajada de heridas supurantes y los ojos de loba hambrienta. A veces hace lo del giro de la cabeza en algún parque escolar y los niños se tronchan de risa desde los columpios.
Regan y yo nos encontramos en el Paseo de Recaredo. Yo dibujaba algo y ella se paró a mirar lo que hacía; se echó a reir, una risa como un rugido, cargada de mocos en el pecho, y luego lo del gargajo verde. Escupió en el dibujo y quedó una mancha perfecta; un paisaje con un nublado sucio y esmeralda muy original.
—Eres una artista, Regan.
—Dame tu alma y seremos felices, Garven.
La voz diésel de Reagan me tiró los tejos. Regan olía a humedad, a cerrado y a frío de sótano. Llevaba siempre el camisón de siempre, viejo, amarillo, de chichinabo, con más mierda que un jamón. Tenía eccemas en los labios y los navajazos infestados del agua bendita del cura. La melena lacia de un cristo arrojado y rescatado del cieno del río.
—Regan, me encantaría que fuéramos novios. Estoy más solo que la una.
Y Regan me daba su mano hinchada, podrida y fuerte. Metía la lengua en mi boca como un colibrí satánico; esa lengua de dos cuartas que sale en la película. La saliva ácida de Regan con algo de pota verde entre las muelas carniceras. Caminábamos de la mano y me hacía reír con sus palabrotas, virajes y acrobacias. Arreglaba todos mis dibujos a salivazos.
—Lo que te quiero, cabrona.
A veces se liaba a collejas conmigo; era así de bruta y gamberra, igual que un muchacho. Porque yo no olvidaba el macho cabrío que llevaba Regan dentro, o los machos, nada menos que mil demonios. Cuando se quedaba fija, pensativa, supersticiosa, triste, con los ojos en blanco; se oía el murmullo de los demonios como si estuvieran reunidos dentro de su boca, sentados en las piezas dentales. Comíamos altramuces y cortezas en las terrazas de aquel parque cargado de verdura; bebíamos granizados y horchatas en vasos de plástico para llevar. Bailábamos con la música de los caballitos; nos dábamos el lote en la rosaleda y hacíamos algún sacrilegio. Regan me lo pagaba todo con la magia del infierno, siempre había dinero y saldo positivo; eso no era nada para el diablo y todo para los mortales.
—Regan quiero vivir contigo en aquel barrio cerca de Urgencias por si te pasas conmigo.
De modo que Regan ya tenía las llaves en el bolsillo del blusón y unas escrituras de no sé qué notaría debajo del brazo. Éramos propietarios de un primero que daba al parque de las tres culturas. De una palmada aparecían los muebles a su gusto, blancos, como en la película. Regan tenía un joder salvaje y urgente. Una cabalgada de vértigo, siempre procuraba que acabara yo antes. Su cuerpo desnudo de vampiresa con una incipiente podredumbre post mortem, morada, musculazo, marcado y áspero; con unos pechos breves y rojos, malolientes, un poco quemados con agua bendita. Estaba buenísima como una satanasa de Frank Frazetta. Me hacía su baile maldito con las muñecas vendadas y en bolas; y aparecía la proyección del ángel caído en la puerta del armario. Luego se quedaba tumbada con los ojos en blanco, así hasta mañana, con el murmullo de los demonios en la boca, toda la noche con esos rumores que me ayudaban a coger el sueño.
—Lo que te quiero, cabrona.
Un domingo había que ir a votar.
—Mira Regan, estás en el censo electoral: Regan Teresa MacNeil
Y Regan cogía la papeleta de un partido católico para el congreso y el senado. De modo que el diablo votaba con un apostólico sentido. Me vio la cara y quiso explicármelo.
—Bajo la falda de una madre de domingo eucarístico solo es posible nuestra anarquía, Garven.
—Qué huevazos tienes, Regan.
—¿A quién vas a votar, Garven?
—Lo que tú me digas, que para eso me tienes endemoniado.
Después íbamos a tomar unas cañas, entre el hueco que dejaba la gente que se apartaba de Regan. Siempre con la blusa de siempre, con los navajazos del cura en la cara; descalza, callosa, hijaputa, triste y digna. Bebía litros hasta regurgitar eructos de verde espuma; verde puré de guisantes; verde absenta o verde limón. Luego hacía lo del giro de la cabeza como un aspersor y quedaba un círculo de pota en el suelo. Qué descojone, Regan. «Esta maldita noche paga Regan» decía cachonda, satanasa; cuando la gente se hacía a sus cosas y la sonreían. Pagaba todo, con el milagro de su bolsillo, con el manantial de dinero desde el infierno. Regan nunca esperaba el cambio; así era de espléndida. Mi Regan.
Pero se fue una madrugada; me despertó el silencio de los diablos. Se iría con el sigilo de una levitación, por la puerta o por el fregadero, por la ventana o por el techo. Dejó un vacío como un limbo; me abandonó en el purgatorio de mi casa sin ella. Encima de la mesa encontré una bolsa de deporte a reventar con billetes de quinientos y una nota escrita a boli rojo que decía: «Me voy, chico bueno. El poder de cristo me obliga». Puse velas negras en las puntas de una estrella de seis puntas. Pero no venía nadie. Regan. Mi Regan.
Texto e ilustración de Garven