domingo, 31 de julio de 2016

Salir con vida

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agua_desiertoSi hay algo que siempre me ha sorprendido es que un batería cante. No sé. Pienso que es de los instrumentos más difíciles y ya sumarle el cantar (y bien): tiene mucho mérito. Por eso, entre otros motivos como que me gusta la letra y ritmo de la canción, ando escuchando "Get out Alive" que quizás viene siendo lo que todos hacemos ¿no?

Al hilo de ése "salir con vida" me viene hablar de cuando el sueño y la vigilia eran uno, o lo que es lo mismo: La música de las horas. Este libro, de Ana María Castillo Moreno, consta de tres partes: Búsqueda, Encuentro y Fusión; en ellas percibimos que la vida nos lleva por caminos inesperados, pasearemos por paisajes y situaciones de las que no saldremos ilesos, pues nos trastocará el alma con estos versos donde vierte la suya (consiguiendo meternos de lleno en las escenas). Para muestra: sobran mis palabras, basta su poesía.


Habitando desiertos

A salvo del poema te creías
pero anoche
el ritmo de la angustia
empapó tu almohada.
Los versos y sus pausas regresaron
para violar tu boca.

Te ha sorbido el desierto.

Habías olvidado que a tu vida
le toca en este tramo ser arena.


Y nos despedimos con Escribir, que cierra el transcurrir de las horas momentáneamente (porque cuando te hagas con el libro volverás a él para repasar partes, disfrutar sus matices y redescubrirlo).

 Escribir cuando las palabras
se niegan a poblar el aire
porque, al hacerlo,
pretenden salir sin orden  
y se acumulan, terribles, en la garganta.

Escribir
cuando las palabras se niegan 
a abandonar la quietud
porque, al hacerlo,
son afilados cristales que hacen sangrar.

Escribir siempre. 
No para esculpir grandes piedras
sino para invocar
a los ángeles.




Texto de Saray Pavón
Poemas de Ana María Castillo Moreno
Imagen de internet


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jueves, 28 de julio de 2016

lunes, 25 de julio de 2016

No es culpa de la lluvia

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Realicé este videopoema para la presentación de "Aunque cubras mi cuerpo de cerezas" que se hizo en Sevilla. Tras un revuelo de emails fue materializándose este poemario, de Gracia Iglesias, que se había agotado y no volvieron a sacarlo a la luz.


Y pese a haberlo ilustrado aún no nos conocemos en persona, aunque ninguna pierde la esperanza de ese encuentro.

Aquí puedes hacerte con un ejemplar o en el Zoco o en algún evento nuestro :)

Montaje audiovisual e ilustraciones: Saray Pavón.
Poema:  Gracia Iglesias.
Música es de KeroDean.

jueves, 21 de julio de 2016

Las palabras lagartijas

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foto de agustin torres-ha editado Foto de Agustín Torres

Qué voz más débil me sale, ¿lo notas?. Aún quedan restos del sol en el asfalto y me doy cuenta de que quizás el mañana no siempre consuele tanto. Sólo percibo un acertijo y mi condición de película de Woody Allen, pero bueno, voy a buscar algo en la bodega.



Me pregunto si hubiese bastado con decir que... pero bah, omitamos las cuestiones para seguir dejándolas acumuladas. Quizás sólo fuese una coincidencia aquello de encontrarme tu rostro a centímetros del mío y mi mano acto reflejo... y nuestros ojos que tan rápido, de repente, se tropezaron. Sí, hablo de aquella tarde… pero bah, ignorémosla. Tal vez es mejor vivir en una ciudad nevada de olvido, de recuerdos agazapados esperando el momento para marcharse de la memoria, para salir caminando por su propio pie. No, no puede ser tampoco así porque los días... o los bolsillos... o tan sólo porque ayer llovió.

Qué voz más quebrada se me escapa, ¿te das cuenta?. Son las palabras lagartijas que reptan hasta la garganta... o aquellas que no se acaban de decir nunca. Y te confieso que no acabo de creerme que todos los viernes y sábados tendré como un deja-vú, pero bah, déjalo, quizás sea mejor que vuelva a coger otra botella.

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jueves, 14 de julio de 2016

El arriate

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Mi corazón estalló una mañana de agosto. No es que no lo viera venir, tarde o temprano tenía que pasar, esas cosas se saben o, al menos, se intuyen, pero, aun así, me cogió totalmente desprevenido. Como digo, mi corazón estalló una mañana de agosto. Aunque quizás fuera más lógico decir que se expandió y expandió como lo hace el espacio en el obscuro vacío estelar, copándolo todo a su paso, dejando en nada la nada y transmutándola en un algo que aún no sé bien cómo explicar, pero que se parecía en exceso a una enorme y fétida flor a punto de eclosionar. Y, como digo, el caso es que era previsible.


El arriate 2


Aquella mañana me había levantado temprano para realizar los quehaceres vespertinos, asearme, desayunar, recoger los trastos que el mico de mi novia había dejado esparcidos por el suelo como baluarte de su ocupación y victoria, cuando, de pronto, mis ojos se posaron en la ventana del salón. Allí, oculto entre la habitual desagradecida flora del arriate, crecía una pequeña, diminuta florecilla, que me recordaba en exceso a las que surgían de algunos tubérculos solanáceos. La distinguí desde lejos. La flor, con seis preciosos pétalos de color blanco, resaltaba entre los geranios, caléndulas y violetas, que aún no habían detectado mi presencia. Me acerqué con disimulo desde un extremo de la habitación, mirando a un lado y a otro, expectante, ilusionado y con la firme intención de no asustarla. Pero todo fue estar a tres pasos de ella y la flor se cerró sobre si misma sabedora de mis intenciones de contemplarla… en la vida había visto una flor tan prevenida, seguro que había sido cosa de los geranios. Y si no, las caléndulas o las violetas… mis flores son muy corporativistas y siempre intentan defenderse las unas a las otras.


La verdad es que yo nunca he entendido muy bien el porqué de ese miedo hacia mí. Es cierto que, hace tiempo, muy de vez en cuando, arrancaba alguna para colocarla en el pelo de mi novia, o para hacer experimentos culinarios… quizás fuera eso lo que las molestó en un principio pero, como digo, eso hace mucho que no lo hago, prácticamente desde el momento en el que me percaté de que todas y cada una de las flores del arriate se cerraban ante mi presencia o se marchitaban algunos minutos, el tiempo justo en el que yo andaba cerca y me dedicaba a su cuidado. Después, todo era guardar los aperos y alejarme, y ellas revivían y refulgían de color. Yo, que siempre he cuidado y amado a las flores… ¡es cierto!, ¡lo juro!, mi madre me enseñó a fuerza de zapatillas boomerang, de esas que volaban atravesando toda la casa y que después debían ser devueltas a su lugar de procedencia, que las plantas eran seres vivos que se merecían tanto respeto como el que más, pues se encargaban de limpiar el ambiente y de darnos alimento para nuestros pulmones. Pero esas plantas del arriate me la tenían jurada. Estoy convencido de que la minúscula flor estaba prevenida y que alguna de sus muchas compañeras la avisó de cuál era el momento justo para cerrarse. Todas lo hacían en una perfecta y odiosa sincronía.


Quise llorar. Los seres humanos somos imperfectos por naturaleza y cometemos errores… pero explícale tú eso a un puñado de flores que se niegan a escucharte. No había nada que hacer. Me alejé unos pasos con la absurda idea de que quizás, al ser nueva, la flor no supiera el momento en el que me había alejado lo suficiente como para no poder verla, y estuvo a punto de ocurrir, pero los geranios anduvieron rápidos y se cerraron sobre ella como si de jugadores de un equipo de rugby se tratara. Estúpidos geranios, ¿quién me mandaría a mí plantarlos? Si además ni me gustan… seguro que fue mi madre, parece que la estoy viendo “en estos arriates deberías plantar unos geranios rojos, que son preciosos y dan mucha compañía”… quizás a ella se la dieran, pero lo que es a mí, me habían quitado la posibilidad de contemplarlas.


El arriate 1Y justo cuando todo parecía perdido las risotadas alegres del mico recién levantado causaron una revolución entre las flores. Primero fue una violeta la que levantó uno de sus pétalos para ver al crio, después una caléndula, que hasta ese momento había permanecido mustia y decaída, se irguió inhiesta entre sus compañeras y oteó el horizonte buscando al pequeño. Cuando por fin lo encontró dibujó una minúscula sonrisa y con una de sus hojas dio un codazo a su compañera de la derecha que se alzó rápidamente… era como si yo no existiera, como si todas aquellas flores desearan, única y exclusivamente, contemplar a aquel pequeño ser que se había apoderado de mi casa y de mis cosas. Yo, causa de tanto dolor entre las flores de mi arriate, había sido finalmente ocupado por un ser tan pequeño como ellas, que me había ganado y derrotado en mi propio terreno. Ya no era peligroso.


Por último, los geranios se abrieron lentamente y, buscando la figurilla que correteaba por el salón pidiendo a gritos el desayuno, me permitieron contemplar la pequeña flor blanca que con tanto mimo habían protegido y fue así, lo crean o no, como mi corazón estalló de alegría.


Fotos de Saray Pavón.

jueves, 7 de julio de 2016

Falta de costumbre

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Hotter than hellEl calor ha llegado para quedarse, con todo su poder ondeando sobre las aceras vacías. Pocos se atreven a luchar contra la abrasadora ola de napalm que arrasa la ciudad. Me asomo a la ventana, a riesgo de perder por sublimación ambos globos oculares. No parece el momento más idóneo para emprender un viaje alrededor del barrio pero casi de forma autómata, pongo un pie en la calle y el otro le sigue y se enzarzan, sin permiso, en una contienda ajena a mi cabeza. De esa forma, guiado por mis pies, comienzo a caminar sin rumbo bajo el sol, de la mano de la brisa veraniega. Suele acompañarme a todas partes con su risa, pues la lleva impresa en su cálida alma. Pero decido ignorar ese tintineo desenfadado y me sumerjo en las profundidades de mi propia consciencia.

Tan profundo es el chapuzón, que un mecanismo del subconsciente obliga a mi cerebro a conservar un mínimo de actividad neuronal, para así evitarme topar con los escasos viandantes y otros obstáculos. Mientras, el resto de mi agitada mente, bulle entre millones de ideas; desordenadas, brillantes, tristes, horribles y bellas. De pronto una de ellas se define, casi por sí sola, casi por casualidad. Y se dispara, como una punzada en la sien, pero se aloja entre los ojos, a punto de provocarme un incómodo estrabismo. Una mueca de sorpresa absoluta eleva mis cejas hasta límites jamás alcanzados. “¡Es mi nariz!”, exclamo, deteniéndome en mitad de la calle. “Nunca pude ver más acá de este poco agraciado apéndice nasal”. Me sorprende la nula importancia que le doy al hecho de hablar conmigo mismo y en voz alta. La falta de vergüenza me hace volver en mí, y me percato de que la noche se acerca. De nuevo soy dueño de la mayor parte de mis propios pensamientos y vuelvo raudo a mis aposentos. Agarro el teléfono y llamo a aquel amigo que anda de capa caída. Un par de tonos y un “¿qué pasa, tío?” después, recupero del todo mis facultades y vuelvo a perder de vista mi nariz.

Foto de Saray Pavón