viernes, 19 de abril de 2019

El Cazador De Dioses - Capítulo 5: La Caza

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El resto de los tripulantes debatía qué debían hacer después de que, con cierta preocupación, April les informara de las anomalías que había detectado el sistema de la nave en la sala de carga. Era evidente que allí estaba pasando algo. Intentaron contactar con el capitán, la paleontóloga y el hipergorila, pero ninguno respondía.

– De acuerdo – intervino finalmente Kruger –. La compañía me paga por proteger vuestros culos, y eso es lo que voy a hacer.

Para la sorpresa de Palmer, el agente de seguridad se volvió hacia él.

– ¿Qué te parece si somos amigos durante un rato? Necesito que traigas tus mejores cuchillos. Escoged el que más os guste para defenderos y seguidme. Iremos al puente de mando. Quiero que os encerréis allí mientras yo aseguro la nave, busco a los demás y atrapo a ese cavernícola, si es que anda suelto.

– Iré contigo – agregó April –. Tengo nociones de primeros auxilios, puede que me necesites. Además, he de comprobar que la sala despresurizada esté sellada correctamente.

Kruger estuvo de acuerdo y ordenó al grupo que se preparara para emprender la marcha. Pero cuando estaban a punto de hacerlo, el ex-militar se detuvo en seco. Había visto algo. Una silueta rojiza, como todo lo que captaba su sensor de movimiento, que se correspondía con la de alguien que corría armado con una lanza.

– ¡Volved atrás, rápido! – exclamó en voz baja. Todos obedecieron y regresaron al comedor. Sin pensárselo dos veces, el agente de seguridad se adentró en los pasillos para dar caza al homínido. Si quería atraparlo no tenía tiempo de pasar por las taquillas para coger un arma de munición letal, pero su puño biónico y su pistola gravitacional deberían bastar para reducir a ese melenudo en taparrabos. Por si acaso, se le ocurrió una forma de que la caza fuera aún más sencilla, así acabaría antes.

– April, apaga las luces – le susurró a su comunicador de pulsera. Un instante después, la nave quedó sumida en la oscuridad. Fue entonces cuando activó su visión de infrarrojos, y, aprovechando que nadie podía verlo, esbozó una sonrisa perversa. Había ganado la pelea antes de que empezara.

No tardó en encontrar al homínido con cara de pasmado, examinando la luz amarilla que emitía algún interruptor. Debía ser lo único que podía ver en la negrura. Kruger se fijó en la lanza que llevaba, estaba hecha con un trozo de cristal atado a una tubería. Ingenioso, pero de nada serviría contra su pistola gravitacional. Apuntó a aquel pobre diablo y, un segundo antes de apretar el gatillo, el cavernícola se escondió tras una esquina, haciéndole fallar el tiro. El agente de seguridad se había confiado demasiado. Su presa estaba ciega, no sorda, y puede que el interruptor de la pared no fuera lo único que viera. La maldita luz de su ojo artificial delataba su posición. Aún así, la oscuridad seguía dándole ventaja. Se le había escapado una vez, pero a ciegas no podría ir muy lejos.

Kruger caminó lentamente hacia el lugar por donde había desaparecido el escurridizo cavernícola, procurando que sus pesadas botas sonaran lo menos posible contra el metal del suelo, aunque era difícil. El disparo gravitacional había abollado la pared de la nave, y sin duda el estruendo generado sepultó las pisadas descalzas del cavernícola dándose a la fuga. O eso pensaba Kruger cuando giró aquella esquina. Lo último que imaginaba era que encontraría a su presa tan cerca, esperándolo pacientemente para atacar. La punta de la lanza fue directa a su ojo artificial, anulando su visión de infrarrojos y dejándolo momentáneamente ciego.

– ¡April, luces! – gritó con la esperanza de que la androide lo oyera desde la cocina. Se alegró de que así fuera, aunque eso no lo ayudó demasiado. El cabrón era rápido, y en cuanto volvió a ver reanudó su ataque. Kruger se protegió con su brazo de metal, así que el homínido buscó el que parecía ser su punto débil.

De nuevo, el agente de seguridad recibió una lanzada en la cara. A diferencia de como sucedió con el artificial, aquel otro ojo sí que tenía terminaciones nerviosas, y le dolía. Demasiado como para seguir peleando como si nada, aunque siguió intentándolo. Tras dar algunos puñetazos al aire, sintió cómo algo entraba por su boca y, con violencia, salía por su cogote.

Cayó postrado. Sus rodillas retumbaron al chocar contra el suelo, pero no llegó a ser consciente de su derrota. Para entonces ya estaba muerto.


Novela por entregas de Román Pinazo 
Ilustraciones de Oscar Silvestre



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