lunes, 16 de marzo de 2020

La estafa y el arte (VI)

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La señora Elena pintaba unos cuadros pequeños y coloridos. Yo había sido su vecino durante mi infancia y pasaba algunos ratos viéndola pintar en la habitación de su casa que ella utilizaba como estudio. Allí descubrí los ruidos de la pintura: el repiqueteo de los tubos de óleo que Elena removía en una cajita de madera; el sonido a palillos chinos de los pinceles dejados en la mesa; el chorrito de aguarrás en un frasco sucio; la frotadura del trapo sobre el lienzo para rectificar una mancha; la rascadura del pincel untando de color. Ni qué decir tiene que también descubrí los olores de la pintura. Elena firmaba sus cuadros como “Elena Brizard” en honor al licor de anís que solía beber.
Pasados los años me dijeron que Elena estaba muy mayor y enferma, postrada en la cama, posiblemente moriría pronto. Así que decidí ir a visitarla. Su hija se alegró de verme y dijo que su madre ya había cenado pero que aún estaba despierta. Por los pasillos colgaban algunos cuadros secos, amarillos y adultos de Elena.
-Madre, mira quién ha venido a verte ¿Le conoces?
La señora Elena entre almohadones, a codazos con la muerte o forcejeando con la vida. Temblona y asténica, arropada hasta la cintura y con una mano nudosa sobre el estómago, con la otra se daba golpecitos en la frente como si llamara, ay, en la puerta del otro lado. Elena me miró con curiosidad parpadeando mucho, su boca sin dientes se desdoblaba como una gamuza y dijo algo:
-Ma...ma...Manolo.
-Sí, el del bombo, no te jode. Pero si es Garven, el hijo de Luis y la Emilita.
La señora Elena hundió la cabeza en el almohadón, quizá para dormir (o morir), convencida de que yo era Manolo.


Texto e ilustración Garven

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