lunes, 4 de diciembre de 2023

Filet mignon

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La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Rubén Darío

Île des Bêtes tiene una historia breve pero trufada de iniquidades, desde «la gran matanza de indios y crudelísima vendimia de esclavos», según el padre Las Casas, llevada a cabo por Nunho da Évora, marino portugués al servicio de la corona española, hasta la terrible noche en la que el corsario inglés Fletcher Fletcher, más conocido como El Petimetre (The Piponjay), entró a sangre y fuego en la rada del puerto y saqueó las dependencias coloniales. Llamada en lengua vernácula Motu Varua Ino o Isla del Espíritu Maligno por los huracanes que azotan sus costas, fue conquistada a finales del Seiscientos por el capitán La Tique, que repobló el fuerte con galeotes y presos de la Bastilla, y lo bautizó con el nombre de Nouvelle-Quitterie o Nueva Quiteria en honor de la patrona de su Gascuña natal. La forma de Île des Bêtes recuerda la de un corazón humano, pero se trata en realidad de una meseta de piedra volcánica cortada a pico por altos acantilados y situada muy lejos de cualquier otro lugar habitado, en uno de los puntos más remotos del Pacífico Sur. No es fácil llegar ni fácil marcharse. Arrecifes de coral y atolones dificultan su circunnavegación. Tampoco existen playas en las que desembarcar, si exceptuamos la bahía natural de Nueva Quiteria, formada por arena basáltica y hábitat estacional de las avispas de mar, medusas de largos tentáculos con una picadura extremadamente venenosa. El interior de la isla se encuentra cubierto por un manto verde de apretados cocoteros, una selva exuberante de árboles del pan y pomarrosas, ceibas tan frondosas que apenas dejan pasar la luz del sol y bosques de helechos y eucaliptos. Perdidos entre la vegetación lujuriante o a resguardo de los salientes rocosos, grupos de chozas precarias donde malviven los nativos, a los que el calor pegajoso del trópico y la malaria han vuelto holgazanes y con frecuencia brutales.

En 1788, mientras la reina María Antonieta jugaba a la gallina ciega en los jardines de Versalles, gobernaba la isla en nombre de Francia el barón de Villanelle, un robusto sesentón de temperamento sanguíneo, casado en segundas nupcias con una dama criolla de extremada belleza, con la tez dorada y los ojos ardientes como hierros de marcar, y al menos 30 años más joven que él. Ambos desaparecieron en extrañas circunstancias cuando visitaban el interior de la isla, tragados al parecer por una sima. Fue imposible dar con los cuerpos. Esto ocurría antes de la estación de las lluvias. Se informó a París de inmediato, pero pasaron semanas y luego meses y no hubo respuesta, seguramente por el clima de incertidumbre política y agitación social que se vivía en la metrópoli.

El barón no tenía más familia que Jeanne-Thérèse, su única hija. La muchacha iba a cumplir 16 años, la misma edad con la que se casó su madre, de la que había heredado aquella mirada negrísima y lánguida, los pómulos afilados como puñales y unos labios carnosos y mórbidos que se curvaban en una sonrisa de víbora, siguiendo el curso de sus pensamientos; rasgos estos de un exotismo salvaje que a más de un capitán de paso por la isla se le habían subido a la cabeza como el aguardiente de palma. Se dice que los frutos del trópico maduran pronto. En el caso de la plus belle Thérésine, el hecho era palmario, a pesar de sus equívocos pudores de doncella y los velos de puerilidad con los que le gustaba presentarse, lo mismo que una pantera en la frondosidad de las sombras. El barón de Villanelle le dejó su fortuna y, lo más importante, el placer de mandar. La muchacha tenía su mismo carácter caprichoso y violento, necesario para manejar a los hombres como se maneja un rebaño; el arte de saber dirigirlos para lograr sus propósitos, aun a costa de llevarlos hasta su propia perdición. Esto es, la auténtica tiranía, el ejercicio del poder sin remordimientos contra el que años más tarde advertiría Lord Acton, cuando escribió aquello de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. En un lugar aislado de la civilización por los rigores de la naturaleza y rodeada de criados que le profesaban la devoción de un perro apaleado, las palabras del tratadista británico no podrían venir más a cuento.
Se oficiaron las exequias y llegó la estación de las lluvias, en la que los días y hasta las horas pasan con una morosidad aplastante. Si normalmente el tiempo se escurría a la velocidad de un brioso corcel en el hipódromo de Longchamps, durante el verano el tic-tac de los relojes se remansaba. Thérésine languidecía oyendo el agua correr sobre su cabeza, tamborilear en las ventanas y los tejados de los cobertizos. Sentada en el diván de su padre, en una biblioteca en la que había más armas o cabezas de animales que tratados de filosofía, no tenía a nadie con quien conversar, ni un triste capitán que echarse a la boca; de sobras sabía que no asomaría una vela hasta pasado septiembre. Nostálgica de los espacios abiertos y encerrada en un calabozo de burós y candelabros, jarrones de porcelana china y mosquetes prusianos con incrustaciones de nácar, la muchacha jugueteaba con un Acteón convirtiéndose en ciervo, figura de terracota carísima y única, y seguramente por eso la favorita de su madre. Al caer la tarde, cuando el mal humor y la pesadumbre se adueñaban de su espíritu, ojeaba El jardín perfumado del jeque Nefzawi o se deleitaba con los grabados de Salomé o el placer de las damas, hasta el punto de agarrar un kris, una daga malaya de hoja ondulada, y acariciarla con apremio, besuquear la empuñadura y frotarse febrilmente las enaguas. Las satisfacciones pasajeras la agotaban sin proporcionarle consuelo. La tomaba entonces con los criados, sobre todo con los más jóvenes, a los que mandaba desnudar por cualquier nadería y azotar en su presencia. Entonces se estiraba voluptuosamente. Pedía una copa de licor de jengibre con unas gotitas de láudano. Apoyaba los pies en el cocodrilo disecado a modo de escabel y se adormecía en la chaise longue como una araña en su tela.

El pequeño Waimarie la mimaba, se esforzaba por sorprenderla. Cada día organizaba una fiesta en su honor, una función diferente, desde la vieja que abría cocos con las nalgas hasta las dos indias que soplaban por un tubo de vidrio, cada una por un extremo, con un ciempiés venenoso dentro, pasando por la pareja de guerreros que ejecutaban la danza polinesia del sable, tejiendo y destejiendo en el aire cabriolas y piruetas más apuradas, más rápidamente, hasta que uno caía con la garganta cortada. Andrógino y contrahecho, vestido con las galas de un bufón de Paul Scarron, grandes orejas de burro y una guirnalda de flores, Waimarie desempeñaba su papel como nadie. Era lo que los portugueses llamaban un menino y los ingleses el boy, el mignon de la joven baronesa, a la vez que un compañero, su juguete.

Y aun con todo, Thérésine se aburría. Observaba el tapiz de la dama y el unicornio y suspiraba, o dejaba vagar la vista por las cabezas de osos y jabalíes cazados por su padre en los bosques del Mediodía, el gran ciervo de catorce puntas o el tigre marsupial con las fauces abiertas. Por las noches, arrebujado a los pies de su ama como un perrillo faldero, Waimarie la oía suspirar entre sueños. Suspiraba a todas horas y no sabía qué hacer para animarla.

A finales de agosto el sol arrancaba vivos resplandores a la isla, convertida en un cofre de esmeraldas. Recién lavada, la vegetación ofrecía una abigarrada mezcolanza de aguacates, verde lima y menta, la espesura color musgo, rodeada por el azul turquesa del océano, y todo con tal intensidad que hacía daño a la vista. La baronesa se desperezaba cuando irrumpió Waimarie disfrazado de montero de opereta. Andaba con las manos, cantando himnos militares. Fingía apuntar sobre un blanco invisible, ¡pum! Acto seguido, él mismo era el blanco: daba una voltereta en la alfombra y sacudía los pies en el aire. Soplaba con más voluntad que acierto por un cuerno de caza y aullaba: «¡A mí los batidores!, ¡sabuesos y mastines! A la victoire! ¡A mí los compañeros!, ¡liberad a los galgos! Montjoie Saint Denis! Vive la France!». Acostumbrada a sus pantomimas, Thérésine aguardaba con una sonrisa indecisa, preguntándose a santo de qué tanta novena. Le costó averiguarlo, dada la excitación del criado. Le obligó a sentarse y apurar un vaso de vino. Más calmado, le dijo que habían visto un ka’ogua al norte de. ¿Un ka’ogua?, ¿seguro? Lo juraba por la niña de sus ojos. ¿Quién?, ¿un salvaje? La víspera, sí. Al norte de la isla…, y no, cuando llegó a la hacienda no parecía borracho. Una sirvienta retiró el vaso vacío, otra la bacinilla; la doncella vertía agua fresca con el aguamanil finamente labrado. Thérésine se sentó en la cama, ¿pero el ka’ogua no había desaparecido? Y tanto. Baste decir que el último lo cazó el capitán La Tique. El señor barón, que la tierra le fuera leve, había puesto la isla patas arriba y como si tal cosa. Thérésine imaginó su propio ejemplar disecado sobre un pedestal de mármol, con sus célebres incisivos cortantes como cuchillas y los ojos amarillos y saltones que había visto en las ilustraciones. Volvió a bostezar, antes de calzarse las chinelas. ¿Estaba todo listo? Pues adelante.

Caía la tarde. Llevaba horas cabalgando tras el guía y estaba agotada. Los perros no se oían, se habrían dispersado; tampoco vio ni rastro de los ojeadores. Waimarie era un montero terrible, azuzando a los unos y abrumando a los otros con órdenes y contraórdenes. Aun así, la persecución se había vuelto emocionante, sobre todo desde que divisaron al ka’ogua trepando por un papayo a mediodía. Era más pequeño de lo que creía, pero ágil como un lémur y con unas zarpas afiladas, como comprobó el sabueso que se acercó más de la cuenta. El carnicero de las marismas hizo honor a su fama de escurridizo y huyó por un cañaveral. Desde entonces tenía la impresión de no haber dado una a derechas. Thérésine se frotaba el sudor de la frente y las sienes con un pañuelo perfumado (el calor y la humedad eran sofocantes, los insectos una pesadilla) cuando Waimarie se acercó con cuidado de no hacer ruido. Iba a preguntarle algo, pero se llevó un dedo a los labios y le tendió el catalejo. Al principio no veía nada…, sombras y ramas. El fámulo se alejó unos pasos para indicarle el lugar exacto. ¿A la derecha?, ¿más a la? Pero si ahí no había… Lo vio de repente, al otro lado del río. Estaba tan cerca y, a la vez, se mantenía tan quieto, tan bien camuflado, que hubiera podido pasar de largo sin darse cuenta; con la piel gris y moteada, lo mismo podría haberlo tomado por una raíz que por una roca. Preparó la escopeta en silencio. Tenía el dedo en el gatillo, pero algo la detuvo. Waimarie la apremiaba en susurros —«Vamos, dispare…, ¡dispare, ama!»— y se mordía los nudillos de impaciencia. En estas el caballo soltó un bufido y el ka’ogua desapareció a toda velocidad.

El fámulo se giró desconcertado. ¿Pero qué diablos? Su ama respiraba con avidez, ahogando un jadeo como quien ahoga a un bebé en la corriente. En su rostro sorprendió un gesto que no veía desde hacía tiempo: los ojos enormes, muy fijos, la mirada tensa de una gata que se prepara para saltar. Se mordisqueaba el labio inferior, y vio asomar un colmillo.
La baronesa de Villanelle sigue apuntando, pero le está apuntando a él. Asegura las riendas con la otra mano y le ordena:
—Corre.

Texto de Domingo Alberto Martínez

Imagen de Pixabay

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