Cuando iba a la guardería, por ejemplo, un día encontré un pajarito muerto en el parque. Era un bonito pájaro azul que parecía haber escapado de alguna casa. Los demás niños lloraban alrededor del pajarito, que tenía el cuello retorcido y los ojos cerrados.
–¿Qué hacemos con él? –preguntó una niña. Entonces yo lo cogí rápidamente, me lo puse en la palma de la mano y se lo llevé a mi madre, que estaba en un banco charlando con otra madre.
–¿Qué ocurre, Keiko? Oh, un pajarito... ¿De dónde habrá salido? ¡Pobrecillo! ¿Qué te parece si lo enterramos? –dijo mi madre con voz dulce mientras me acariciaba el pelo, y yo le respondí:
–Nos lo comeremos.
–¿Cómo?
–A papá le encanta el pollo frito. Podríamos freír el pájaro para comerlo –repetí en voz alta y clara,
pensando que mamá no me había oído.
Ella se quedó muda de asombro y creo que la madre que estaba a su lado también se sorprendió, pues abrió simultáneamente los ojos, la boca y las aletas de la nariz. Su expresión era tan cómica que estuve a punto de echarme a reír, pero entonces vi que me miraba fijamente la palma de la mano y pensé: «¡Claro! Con uno no basta».
–¿Quieres que vaya a buscar más?
Cuando me volví hacia un grupo de gorriones
que merodeaba cerca de allí, mi madre por fin re-
accionó.
–¡Keiko! –gritó escandalizada, en tono de repro-
che–. Cavaremos una tumba para el pajarito y lo enterraremos. Mira, los demás niños están llorando.
Están tristes porque se ha muerto un amigo suyo.
¿No te da lástima?
–¿Por qué? Si ya está muerto, al menos podríamos aprovecharlo...
Mamá se quedó atónita al oír mi respuesta.
Fragmento de La dependienta, de Sayaka Murata
Imagen de Pixabay
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