domingo, 8 de diciembre de 2019

Sueño rajado

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Estaba yo viendo Águila roja recostado en el sofá, en una hora intempestiva para un día laborable; cuando empecé a dar algunas cabezadas de sueño. Esas cabezadas se me figuraban como el preámbulo al sueño, el NO-DO del cine del sueño; el anuncio de multiópticas previo a la película del sueño. Hasta que me dormí y comencé a soñar.

Soñé que aparecía yo en un programa de televisión para niños con talento o algo así. Tendría unos cuatro añitos y daba por hecho que allí me habían llevado mis padres. Ellos eran unos tipos oscuros que aplaudían y se emocionaban desde la grada; yo no les reconocía claramente. Me ajusté mis gafitas mientras sostenía un micrófono que apenas podía abarcar con la mano. Entonces el presentador gritó: «¡El pequeño Chayán!» Y me arranqué en un baile imitador de adulto como si tuviera un avispero en la bragueta; perrito, feliz, reviejo, a saltitos que removían los aplausos y la risa de todos. Empecé a cantar con una voz blanca y repipi.

El público ovacionaba y reía conmigo, reavivaban mi pequeño brasero; yo movía el culito vano y el pantalón caído para arrancar la bulla de la gente.

Mis padres, en la sombra de un rincón de la grada donde apenas llegaba la luz halógena de los focos, lloraban quizá de emoción, estáticos y algo funerarios. En el jurado había tres tipos: dos hombres que serían cantantes o actores y una bonita mujer que podría ser diva, actriz, bailaora; y yo qué sé. Cuando terminé ella se dirigió a mí con una alegría cordial atusándose la melena negra de Julio Romero de Torres y me decía riendo: «Tú te va a comé er mundo, chiquillo».

Sí. Ella se levantó del estrado y vino hacia mí como una giganta, adulta, madraza, mujerona, amada y amante. Me cogió en brazos y me apretó contra su escote bienoliente, poderoso y dorado. Me besó después con besos sonoros y pude ver su boca abierta, festoneada de saliva, las convulsiones de la risa, las muelas y los dientes que brillaban como caramelos chupados. Yo estaba totalmente enamorado de esa mujer. Esnifaba en ella olores y contrariedades, imaginé en un instante que nos bañábamos los dos entre fluidos rosas. Me dejó en el suelo y se agachó para cogerme de las manitas. Vi en sus grandes ojos, adultos pero jóvenes, peces que nadaban.

De nuevo la ovación del público. El presentador me dirigió entre aplausos hacia mis padres; ya terminé y otra niña iba a actuar. Pero en la grada no me esperaba la pareja oscura de mis padres; en su lugar había un viejo mariscal con bigote prusiano que tenía medallas y galones en la pechera, y un sable de baraja ajustado a la cintura. Me tendió su gran mano militar y negué con la cabeza. Él parecía avergonzado y decepcionado. Se me heló el corazón.

Entonces el sueño vira ciento ochenta grados; la cara be del disco del sueño. Ahora estoy tumbado sobre una camilla metálica y desnudo entre sábanas blancas que cuelgan hasta el suelo. Sigo siendo un niño y puedo notar mi menguado cuerpecito. Una mujer de luto está de rodillas en un reclinatorio, a pocos metros enfrente de mí; parece que llora y reza ante un altar de aluminio donde no hay figuras religiosas ni nada; se diría que estoy en una morgue. Contrasta el vago silencio, ligeramente alterado por el murmullo de la mujer, con la algarabía del programa televisivo anterior. Se acerca hacia mí; es ella, la diva del jurado. Viene con un llanto hiposo y la cara velada en negro, hay hilos de saliva prendidos en su velo por la tos del llanto. Veo de soslayo al mariscal que llora tapándose la boca con las manos y siento una rara impresión al oír llorar a ese hombre tan grande. Se le escapan gemiditos muy agudos, como de niña, tristemente graciosos. La diva me aparta la sábana y deposita sobre mi pequeño sexo imberbe un ramillete de florecillas rojas mientras canta una cancioncilla que me hizo recordar las zarzuelas que ponía mamá en el radiocasete. Ella comienza a amortajarme y noto una hinchazón creciente en la entrepierna; las florecitas caen a un lado. Aunque estoy entumido consigo atrapar la mano dorada de la mujer, la acerco a mi boca y beso sus uñas nacaradas. Con una voz gris, cavernícola y adolescente le digo: «Tengo un arte y una gracia que no se puede aguantar» fue entonces cuando ella, sobresaltada y enfadada, tiró de la mano para zafarse y le cambió la cara a un gesto fruncido de asco hacia mí. Caminaron los dos hacia la puerta de salida, parecían indignados. Antes de salir el mariscal se giró para mirarme e hizo otra mueca de decepción. Tras la puerta se oían las voces sopranoides de un coro de viejas que cantaban salmos. Me dolía todo el cuerpo, noté que me crecían las extremidades y me liberaba de la mortaja. Pude incorporarme y vi mi cuerpo desnudo reflejado en un espejo de luna. Me vi hercúleo, atrozmente hombre; musculado como un animal carnívoro, tenso de lujuria, griego clásico y atleta. Pensé que ese no era yo.


Texto de Garven
Imagen de Pixabay

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